Opinión

Hipercor

La política de pelillos a la mar y el aquí no ha pasado nada se lleva practicando en España desde que los asesinos de la ETA mataron por la espalda al primer español. Después de cada asesinato, de cada bomba o de cada secuestro, salía siempre algún político melifluo y pastelero, algún cura u obispo trabucaire y también, como no, algún periodista radiofónico bizcochable y recogedor que, dándole una patada al Código Deontológico de la profesión, hablaban de dialogo y de paz cuando aún estaba caliente el cadáver de algún guardia civil acribillado a balazos.

El día 19 de junio de 1987, en el aparcamiento del Hipercor de la ciudad de Barcelona, unos terroristas de la Eta hicieron explosionar un automóvil cargado de explosivos y líquido inflamable. La detonación fue tan brutal que abrió un agujero de 5 metros de diámetro por el que entro un torrente de fuego que abrasó a todos aquellos que encontró a su paso. Según los periódicos de la época la onda expansiva multiplicaba por diez la velocidad del sonido. La temperatura aumento hasta los 2.300 grados y los componentes de la bomba, amonal, pegamentos y gasolina, convirtieron el artefacto explosivo en una auténtica bomba de napalm. Si, como aquellas que lanzaban los americanos en la guerra de Vietnam que arrasaban con fuego aldeas y bosques enteros. Bombas capaces de incinerar todo lo que encontraban a su paso gracias a que se pegan a cualquier tipo de superficie y a su enorme capacidad de quema durante un largo periodo de tiempo.

En Hipercor, murieron 21 personas y otras 45 quedaron muy mal heridas. La mayoría fallecieron en el acto, abrasadas o asfixiadas, y otras en los días posteriores al bestial atentado y tras una terrible agonía por las gravísimas quemaduras que sufrían en más del 80% del cuerpo. Cuatro de los muertos eran niños de 9, 12, 13 y 15 años de edad. Una de las mujeres asesinadas estaba embarazada. Falleció junto a su marido y dejaron huérfano a un niño de 7 años.

Después de la salvajada vino lo de siempre: telegramas de condolencia, minutos de silencio, vanos y hueros discursos de condena, lágrimas de cocodrilo de Arzallus y sus curas asilvestrados y una gran manifestación en Barcelona que sacó a la calle a más de medio millón de personas. Pero, al día siguiente de la manifestación, pelillos a la mar, a mirar para otro lado y esperar a que escampe. Y, entonces, es cuando llega el recochineo de las indemnizaciones que tiene que abonar el Estado siempre tan generoso con unos y tan extraordinariamente rácano, avaro y roñoso con otros. Solo 13 familiares de los fallecidos o víctimas han recibido la indemnización a que tienen derecho, y a algunas le han rechazado su petición por presentarla fuera de plazo. Y ahí siguen, después de 33 años, haciendo cola pacientemente en las ventanillas de la Administración para que les paguen una miseria, mientras los diputados de Batasuna se hinchan de bonito en piperrada y patatas con chorizo en alguno de los buenos restaurantes de la capital de la España que tanto odian mientras viven tan ricamente de ella. Nada nuevo bajo el sol, en esta vieja piel de toro aborregada y llena de políticos sin ética ni estética, que tienen el embuste y el disparate como como libros de cabecera. Y, además, no saben contar. ¡Que manda carallo!

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