Opinión

Un espejismo

UNO DE LOS mayores errores, entre otros cientos, que han cometido los responsables educativos, unos y otros, de esta España de luto, mal herida y peor dirigida, ha sido no enseñarles a los niños la Constitución española de 1978. Y así pasa lo que pasa. Salvo los opositores a encontrar empleo en el conjunto de la Administraciones públicas celtibéricas, nadie en España se ha estudiado la fundamental ley, que organiza nuestra convivencia en paz y regula nuestros derechos y libertades, su garantía y, claro está, las obligaciones que todos tenemos como ciudadanos.

Una ley que aprobaron, libremente, en las urnas, nada más y nada menos, que el 87,78 % de los españoles, que decidieron, además, que la forma política del Estado español fuese una Monarquía parlamentaria. El 87,78% de los ciudadanos, que son unos cuantos más de los que, el otro día, votaron a don Pablo Iglesias, a pesar de que este señor piense que es la reencarnación de la soberanía nacional de la que emanan los poderes del Estado. Y, así, ocurre lo que ocurre, por esta colosal falta de conocimiento y de lectura de nuestra Carta Magna, que provoca la cantidad de ocurrencias, gansadas y chascarrillos que pronuncian, sin ton ni son y por metro cuadrado, cada hora del día, los personajes y personajas que se sientan, hoy, vaya por Dios, en la mesa del Consejo de ministros.

El derecho a la información es un derecho fundamental que determina que toda persona pueda acceder a la información que este en posesión de las Administraciones y organismos públicos con unas excepciones perfectamente establecidas en las leyes. Pero no es solo la posibilidad de acceso de los ciudadanos a los archivos y registros de una Administración que sostiene con sus impuestos, sino también, y esto es fundamental, el deber y la obligación democrática de los poderes públicos de facilitar a los contribuyentes información sobre sus funciones y actividades, contratos, concesiones, adjudicaciones, presupuestos, subvenciones, salarios y dietas, sin que éste se los solicite. Una información que las instituciones y los organismos públicos no pueden esconder. Todo lo contrario, deben de ponerla a disposición de los ciudadanos de forma clara y comprensible.

El ciudadano tiene derecho a saber y a conocer que hace el Gobierno con su dinero y a que lo dedica. Y el Gobierno tiene la obligación de rendir cuentas de su gestión y de contestar a las preguntas que los ciudadanos le formulen, sin que la Administración pueda, sin más, denegar la información al amparo de cualquier excusa. La Administración debe responder y si no lo hace tiene la obligación de justificar la negativa de manera motivada. Es la nueva cultura de la transparencia. Una cultura de la ética que alienta y robustece la democracia, lucha contra la corrupción y fortalece la más que deseable relación de confianza entre la Administración y los administrados. Una cultura que parecía que había ya calado en los poderes públicos y en sus dirigentes, después de la aprobación de la Ley de Transparencia en 2013, pero que, como hemos visto estos días, se ha vuelto un monumental espejismo. Lo dicho, no hay cultura de la transparencia en los asuntos públicos. A nuestros dirigentes no les gusta dar explicaciones y prefieren la oscuridad y el secretismo. La sociedad española, calla, pero ya intuye, claramente, que la mentira, el enredo y la bola no andan lejos. Y eso es muy malo para una nación: que sus ciudadanos vivan en constante y permanente sospecha.

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