Opinión

Abuelas y abuelos

NOS acordamos de su existencia cuando se convierten en la solución momentánea para resolver una situación que compromete nuestra conciliación familiar y profesional. Queda demostrado que las abuelas y los abuelos siguen siendo uno de los mayores soportes del actual Estado del Bienestar. Durante la aguda crisis que padeció España y Europa fueron el amortiguador más resistente para miles de hijos y nietos. Hoy en día, ya respiran más aliviados que ayer gracias a sus pensiones y sus modestos recursos que habilitaron el refugio donde esperar a que la profunda borrasca económica fuese pasado. Parece innegable que, una vez más, sin su anónima y sacrificada aportación la convivencia habría sufrido convulsiones de incalculables consecuencias. Por tanto, ser un abuelo o una abuela es algo más que un rol en el marco de una familia. Se trata de una figura social a la que las generaciones posteriores no sólo le deben la herencia de una democracia, que tuvo unos elevados costes humanos, sino también vivir en una moderna sociedad bajo unas condiciones más prósperas que hace más de medio siglo. Para llegar hasta aquí hizo falta renunciar a demasiadas cosas. Quizás, en algunos casos, a todo. Abuelos y abuelas que se sacrificaron por sacar adelante una difícil empresa: un país embarrado en una dictadura, en una elevada pobreza y en un eterno aislamiento internacional. Un escenario que, por aquel entonces, miles de jóvenes se empeñaron en revertir y edificar un futuro para sus hijos mejor que el presente que a ellos les había tocado residir. Para tal objetivo fueron imprescindibles décadas de jornadas extenuantes de trabajo y albergar la esperanza de que los vientos de cambio llegasen en algún momento sin avisar. Como así fue. Aunque, para lograrlo tuvieron que pasar años y años de renuncias, resignados a unos tiempos repletos de injusticias y estrechas libertades. Desde ese punto de partida llegan a nuestra realidad nuestras abuelas y abuelos. A quienes, no en pocas ocasiones, aparcamos a la intemperie de la soledad o encarcelamos en una residencia. Con esta ingratitud pagamos los servicios prestados: el haberlo entregado todo persiguiendo la sombra del cambio. Nos desentendemos de quienes transitan por esta etapa, a la que todos llegaremos, tarde o temprano, en la que se produce el inevitable descenso. Hacerse mayor no está de moda, nunca lo estuvo. No concede una imagen vigorosa. Y no es el contenido que más ‘likes’ proporciona en una red social. Así, sumar años y perder la juventud por el camino solo apretará, un poco más, la tuerca de la invisibilidad y la exclusión. Y aumentará la indiferencia ante una dilatada experiencia, un patrimonio de incalculable valor con el que se podría enriquecer la sociedad actual. Una trato inmerecido porque nuestras abuelas y abuelos deben ser algo más que ese colchón donde descansen algunas de las obligaciones. Su inclusión debe ser algo más que un derecho. Debe ser un hecho de justicia humana y un gesto inequívoco de respeto a la memoria. A fin de cuentas seguimos pisando un suelo que todavía les pertenece. ¡No olvidemos!

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