SON LOS GRANDES invisibles de cualquier ciudad, sea cual sea su tamaño: grandes, medianas o pequeñas. Algo que no interfiere ante nuestra más absoluta indiferencia. Suelen ocupar esos rincones o esos espacios donde se les ve pero se les retira la mirada porque destapan, ponen al descubierto, las vergüenzas sociales. Con su presencia nos recuerdan que algo no va bien. Que el bienestar y la dignidad va por barrios y no llega a todos. En definitiva, que el sistema en el que residimos tiene una importante cuota de desigualdad y otro tanto de injusticia.
El mendigo se dedica, a tiempo completo, a mendigar. A buscarse la vida para garantizar una subsistencia amenazada por el paso de la horas. Se trata de perfeccionar el arte de la resistencia. En la mayoría de las ocasiones, la carencia de oportunidades empuja a las personas a este dramático abismo. A vivir la existencia en una especie de caída libre permanente. Sin una red que amortigüe el temido impacto final. El mendigo es ese ser humano que forma parte de los paisajes urbanos más transitados; lugares donde las idas y venidas de personas resultan incesantes a la par que estresantes. Ignorado cuando llueve, cuando el termómetro opta por la inclemencia del frío o cuando el apetito aprieta recurre a una cartelería rudimentaria y a un marketing sin filtros para enviar mensajes claros y directos. Con ello, y sin buscar ese efecto y sí el de una mano solidaria que le garantice un pequeño bocado que apague el hambre, logra perturbar las conciencias con unas pocas palabras afiladas estampadas en un viejo cartón. En una sencilla tarjeta de visita. Sin complicaciones.
A base de presentar la crudeza de una realidad que insiste en recordarnos que a unos cientos de metros de la puerta de casa hay pobres que soportan en su pesada mochila la pobreza de nuestra sociedad. A quien también elige el arte escénico o musical, para tapar las vías de agua que provocan los efectos de la pobreza, amenizando un instante (quizás unos segundos o quizás unos minutos) de quienes se cruzan y encontrar así una mínima compensación al talento compartido. Esperan que ese día el espectáculo callejero despierte atracción, empatía y, con suerte, algún gesto solidario; y no pase desapercibido.
En una gran avenida, en una plaza o en los pasillos del metro habilitan un improvisado escenario, al que se suben para combatir la mendicidad, la falta de recursos y seguir respirando a la mañana siguiente gracias a un puñado de monedas. Unas monedas que, ahora, un gobierno como el de la comunidad de Madrid, un referente europeo, fiscaliza y contabiliza para descontar de las exiguas ayudas sociales a los necesitados beneficiarios. Práctica política que, sin dudarlo, rebasa el umbral de la indecencia humana y refuerza una aporafobia institucional sin precedentes. ¡No hay explicación posible para algo así!