Opinión

Bata blanca de la solidaridad

EL reguero de madres, niños y personas mayores era muy significativo en el único centro de salud que las hermanas de la Caridad Santa tienen operativo en la ciudad continental de Bata (Guinea Ecuatorial). La carencia de unos servicios sanitarios públicos convertía aquel lugar en una referencia indispensable para luchar contra la enfermedad. "No había, ni habrá otra opción a medio plazo". En un país donde la mayoría de la población no tiene acceso a la asistencia de una bata blanca, al catalogarse como un bien inexistente, no queda otra opción que recurrir a la solidaridad que procede desde el exterior. Es aquí donde la cooperación internacional lleva jugando un papel determinante para la salud de otros pueblos, a pesar de la falta de visibilidad de sus notables efectos para la vida de personas que han sido secuestradas por la pobreza y una absoluta carencia de recursos.

Nadie se atrevía a cuestionar las creencias, ni los motivos que llevaron a aquel grupo de mujeres misioneras hasta el país centroafricano. Pero, bien es cierto que cuando uno está mal o tiene a un ser querido con la salud deteriorada solo busca la solución idónea para llegar hasta la cura, y no osa a plantearse nada más. De hecho, una buena parte de los allí presentes coincidían con sus convicciones cristianas y solían atender sus consejos tanto médicos como espirituales. La fuerte presencia de la comunidad católica convierte a Guinea Ecuatorial en una pequeña isla religiosa rodeada de otras creencias más habituales en el corazón del continente africano.

Casi todos aguardaban horas y horas en unos bancos ubicados del exterior, tintados con una especie cal blanca, para ser atendidos. A la vista, ese color transmitía un cierto efecto de pulcritud y sintonía con otros centros sanitarios más pudientes en el mundo. Las verdaderas diferencias se podían encontrar en el interior. Pasado un tiempo, se confirmó que la atención era ejercida por un personal mixturado por negros y blancos. La gran mayoría eran mujeres con una sensibilidad especial y acentuada hacía el padecimiento ajeno. El trato denotaba una humanidad nada impostada. Con una sonrisa natural decoraban el pórtico de la bienvenida al paciente. En aquel recóndito lugar del mundo hasta las enfermedades suelen manifestarse a cara descubierta, sin disfraces víricos de ninguna clase.

La paciencia se paseaba por aquellos austeros y vetustos pasillos como si formase parte de la plantilla de médicos y enfermeras. Su sombra era notable. Se hacia notar. Nadie protestaba por la dilatada espera hasta la llegada del turno correspondiente para entrar en consulta. Pacientes y familiares evitan copiar el modelo de comportamiento occidental. Se han olvidado de importar la agresión verbal al personal sanitario. Al contrario, daba la sensación que la tranquilidad, y perderse en unas horas marcadas solo por el sosiego, formaba parte del protocolo – no escrito – del paciente. Llegar, sentarse y comenzar a mirar al resto con descarada curiosidad alimentando el morbo de saber que padecía las personas allí presentes en ‘modo de espera’ no era más que un hábito extendido. La condición humana suele converger en puntos comunes. El deseo por conocer, por dominar información sobre el otro no conoce diferencias culturales o raciales. Pero si algo sabían o conocían por anticipado, nada más cruzar la puerta de aquel humilde centro sanitario, es que serían atendidos por una bata igual de blanca que solidaria.

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