Opinión

Blanco sobre negro

UN PUNTO en la frente de color blanco indicaba un parto reciente en el vientre de aquella joven guineana. El pequeño, en sus tiernos brazos, dormía también luciendo el mismo símbolo en la diminuta cabeza. Esta tradición popular sirve para frenar las posibles ansias de cualquier hombre a mantener relaciones sexuales en las semanas siguientes al alumbramiento.

En principio, a ojos ajenos a la comunidad, podría asociarse a una curiosa, casi primitiva, regla para evadir los instintos más primarios. Pero, al escucharlas hablar del tema, ellas consideran y valoran la eficiencia de tal medida: "Entre una cosa u otra evitamos problemas con nuestros hombres y, a su vez, presumimos de haber sido madres pintándonos este círculo", confiesa Fátima como respuesta a una de nuestras preguntas.

Sentada en una rudimentaria silla de madera recibe al visitante a escasos metros de la puerta de entrada. Sonríe con timidez y pierde la mirada en el rostro de su pequeño. El sol aprieta con fuerza, a esa hora del mediodía, y se cuela por la puerta sin pedir el pertinente permiso. El blanco sobre negro brilla de forma involuntaria. La circunferencia es geométricamente perfecta. Y el culto al cuerpo parece tener más sentido con esta serie de hechos que inyectar un bonito tatuaje, en la piel, por simple estética.

La humilde vivienda estaba compuesta de una madera característica de la zona, obtenida a base de talar unos cuantos árboles autóctonos del ecuador. Las puertas habían sido sustituidas por unas cortinas de tela con la finalidad de asegurar una mínima privacidad en la estancia. Aquel pequeño salón no superaba los quince metros cuadrados. A un lado, una radio sobre una bandera del país presidía en la estantería principal. Al otro, a escasos centímetros de la madre y el bebé, un poster electoral de Teodoro Obiang vestía la misma pared que, unos metros más adelante, se convertiría en un minúsculo pasillo.

Para acceder a aquella comunidad hubo que buscar la complicidad de los hombres. Entrar en una casa no estaría autorizado sin haber recibido el visto bueno colectivo. Al norte del país, próximos a la frontera con Camerún, y a escasos kilómetros de la localidad de Río Grande, se hallaba aquella pequeña aldea rural en la que la pesca en cayuco y los productos naturales de la selva permitían sobrevivir, sin apuros añadidos, en el cometido de abastecer al cuerpo de agua y alimentos.

Y, mientras los niños juegan al escondite por los frondosos caminos de tierra, algunos adultos charlan aportando sosiego y tranquilidad al ambiente. Con una cierta solemnidad, saludan a las mujeres que salen y entran de las casas ocupadas en organizar la vida de la familia, hora por hora. En su mayoría ya son madres. De hecho, hace tiempo que lo fueron por qué la juventud está considerada como el mejor y más adecuado ciclo para comenzar con el proyecto familiar.

El blanco sobre el negro debe llegar más pronto que tarde para cumplir con las obligaciones propias de la cultura materna de aquella modesta comunidad, enraizada como una Zeiba a una de las incontables tradiciones que esconde África.

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