Opinión

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DE LA satisfacción al placer sin pedir permiso a la vida. En tan solo un chasquido de dedos la magia se apoderó, poco a poco, de aquellas horas de directo contacto cultural y humano en pleno corazón de Centroamérica. Aquel día las cosas no habían podido salir mejor. Tanto que la memoria sensorial todavía sigue procesando cada uno de los instantes que convirtieron un viernes de octubre en una experiencia única. Los planes de explorar lugares tan singulares como el municipio de Ataco, en el departamento Ahuachapán (El Salvador), inmerso en la denominada ruta de las flores, superaron cualquiera de las expectativas iniciales. Se trataba de uno de esos momentos en los que el trabajo, las obligaciones y los compromisos profesionales descendían a la tercera división en el nivel de prioridades.

Habitualmente, allí, las familias aprovechan al máximo las actividades turísticas en un país donde los recursos son escasos y las oportunidades de viajar no se presentan con frecuencia. Por ello, el concepto de compartir la experiencia es absoluto: a bordo uno puede sentarse al lado de hermanos, hijos, sobrinos, primos y algunos amigos, si la ocasión así lo requiere. Un microbús alquilado suele ser el transporte elegido para realizar recorridos que exigen entre tres y cuatro horas para llegar a un atractivo destino, que en esta ocasión se encontraba ubicado en el norte. En su interior hay un mundo paralelo. Los desplazamientos se viven con mucha intensidad. Dejan de ser algo tedioso y aburrido para convertirse en una parte interesante e intensa del viaje. La fórmula no tenía secretos: combinación de buena conversación, un cargamento de la comida más típica que había sido elaborada a conciencia la tarde anterior y la música (que no falte) exigiendo más decibelios. Sonaba repetidamente la orquesta San Vicente. A nadie se le escapaba una palabra, un signo de puntuación de la letra de las canciones. El trayecto parecía corto a pesar de que teníamos un largo camino por las irregulares vías y carreteras que, en algunos tramos, convertían el recorrido en una montaña de sensaciones. La sencillez presidía cada segundo. Y solo era necesario estar vivo y tener los cinco sentidos activados para disfrutar de algo así.

Arribamos a varios pueblos. En su mayoría, la diversidad de colores, impregnados en las paredes de las casas, permitía admirar un decorado de las calles casi perfecto. Un espectáculo al que también contribuían los residentes con sonrisas indelebles en la cara y amables palabras entonadas con un estilo irrepetible. Dedicaban las horas a presumir de una artesanía y a mostrar unas tradiciones que se remontaban a tiempos precolombinos. Allí le llaman puestecitos. Aquí, directamente, lo conocemos como tienda. Los increíbles paisajes naturales, bordeando faldas de volcanes, también reivindicaban la belleza de un país, últimamente, marcado por la pobreza, la injusticia social y la violencia de las Maras. Realidades que habíamos logrado enterrar por unas horas y durante cientos de kilómetros por un rincón del mundo donde uno o una reaprende el concepto práctico de compartir. ¡Otra lección magistral!

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