Opinión

El regreso

NO HAY nada más extraordinario que vivir, situado en primera línea, una experiencia humana como el regreso de una mujer emigrante. Integrado en el seno de una familia que está punto de recibir a un ser querido y que optó, hace unos años, por emigrar a otro país; al denominado allende de los mares con el objetivo de alcanzar nuevos objetivos personales. Y, para ello, fue inevitable dejar las raíces atrás para tomar el impulso necesario. En un nuevo paso por Centroamérica hemos sido observadores de privilegio, con imágenes exclusivas grabadas por la retina, ante lo sucedido en una de las tantas familias salvadoreñas que esperaba la llegada de una hija ausente. Que buscaba acabar con el silencio marcado por la insalvable distancia de más de 10.000 kilómetros. Que deseaba revertir los incontables momentos de preguntas sin obtener respuesta. De todo no llegamos a ser testigos pero nos quedó claro que al otro lado de emigración los sentimientos se han convertido en portavoces de la nostalgia. Se quedan atrapados en un modo de espera que llega a ser desesperante. El ansiado regreso se prepara a conciencia, días previos. Nada puede fallar ante una bienvenida desbordante de emociones. Única. Ante un hecho deseado desde hace meses. Ahí converge todo. Por eso, “hay que recuperar el tiempo perdido”. Solo se persigue detener el reloj y que esas semanas nunca sean presas de un pasado que aguarda con una paciencia inigualable el final del presente. Integrados en ese acontecimiento, en medio de una familia humilde, descubrimos que cada uno de los miembros vive la situación de manera diferente. Entre los nervios y explosiones de alegría van transcurriendo unas horas que, a diferencia de otras ocasiones, pasan muy despacio. Demasiado lentas. Se revisa una y otra vez la hora de llegada. Y los temas de conversación, de manera impulsiva y espontánea, acaban derivando en lo mismo. En lo que está a punto de suceder en un martes de octubre. Una de esas pocas fechas que lleva meses marcada con círculo rojo en un calendario de papel rectangular. Caen algunas llamadas de familiares cercanos y lejanos tratando de preguntar si todo “va bien”. Las horas siguen sin correr a la velocidad deseada. Una y otra vez se consulta en internet el estado actual del vuelo. Y, por instantes, da la sensación de que nada está en su sitio. Al minuto siguiente esa duda queda resuelta porque la matriarca da muestras de tenerlo todo bajo control. Es la hora. Un microbús espera, a ritmo de cumbia, a la puerta de la casa. No falta nadie. Una especie de euforia planea en el ambiente. Durante el trayecto se habla, se canta y se baila de forma contenida a bordo porque el momento así lo requiere. Al llegar al aeropuerto, la espera se hace infinita. Cada persona que sale es examinada y se lamenta que no sea ella. Pasadas las siete de la tarde (ya se ha hecho de noche) aparece esa niña que, al hacerse mayor, voló demasiado lejos del nido. Esa hija que ha convertido el regreso en un motivo para reír, comer o bailar sin pausa. En un acontecimiento feliz que pasa demasiado rápido.
 

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