Opinión

Espejo

CAMINAR POR aquel viejo barrio de Tánger (Marruecos) era una experiencia única: calles convertidas en improvisados mercados. Bulliciosos vendedores lanzando una mejor oferta que el puesto de al lado. Elevar el tono de voz y hablar a gran velocidad se convierte en la técnica más habitual para evitar que uno escuche a otro comerciante. En un pequeño pasillo, que más bien se intuía, se accedía a una minúscula vivienda de 15 metros cuadrados. Allí residían tres jóvenes mujeres que compartían vida y nobles esperanzas de salir de la pobreza. Llevaba un par de años trabajando como ‘maquilas del textil’ para empresas españolas. El raquítico sueldo mensual solo daba para pagar un hogar cargado de humedad. Varios colchones tirados en el suelo hacían las veces de cama y sofá, en caso de visita. La higiene personal debía compartir un baño en el exterior. En diversas ocasiones, comprobé como las tres chicas utilizaban el reflejo de la pantalla del teléfono móvil, a modo de espejo, para arreglarse antes de salir. Demostraban tener mucho ingenio en cada sesión de maquillaje. Una tarde me desplace, en un temerario taxi, a la idílica villa de Asilah. Al término de una entrevista con un admirado artesano local (ejemplo de emprendedor) recibí, como agasajo, un precioso espejo de diseño tradicional. Tras esquivar innumerables amenazas de ruptura, en el camino de regreso, logramos que acabase colgado en una de las paredes de aquel microscópico lugar.

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