Opinión

Eterna deuda

SUPERAMOS los setenta años de la declaración universal de los Derechos Humanos. Una carta magna de 30 artículos a los que se alude más que se cumplen. Una relación de conceptos que se soban, con demasiada frecuencia, en los discursos o se imprimen de manera compulsiva en papeles que después acaban olvidados en un cajón como ese viejo libro de la estantería que sabemos que nunca será la primera opción para leer. En especial, se trata de un enfoque que la política se encarga de maltratar y pervertir cuando interesa intervenir en un contexto sin levantar ampollas o sospechas. Para ello, suele ser frecuente abrazar la bandera y actuar en nombre de los derechos humanos. Y camuflar así las verdaderas intenciones: intereses menos humanos y más económicos. Ejemplos de esta naturaleza tenemos para aburrirnos o, más bien, para inquietarnos más de lo que ya estamos en la actualidad. Y mientras se cumple la previsión, y se suceden las negligencias de los gobiernos en diferentes países, repartidos por los cinco continentes del planeta, hay un buen número de personas que exponen sus vidas para defender a través de la infatigable denuncia que los derechos humanos son vapuleados. Activistas que, con sus acciones, logran evidenciar muchas de las grietas que la política oculta o cuestionar la capacidad de muchos cargos públicos al frente de una administración. Gracias a esta labor se visibilizan muchas de las injusticias que se comenten contra pueblos o colectivos determinados que, de forma natural, enriquecen la diversidad cultural y social. Pero, ataques a las poblaciones indígenas por la expoliación de los recursos naturales que se encuentran en su territorio, amenazas a movimientos feministas por exigir una igualdad real o atenazar a grupos de personas por optar por una u otra condición sexual son solo algunos de los escenarios en los que resulta imprescindible ese ser humano, con nombre y apellidos, que reivindica que impere la libertad, la dignidad y el respeto. El activista suele moverse en un terreno minado de dificultades y peligros. Lo hace con mayor frecuencia de la deseada porque, por desgracia, no son pocos los conflictos abiertos ante el reiterado incumplimiento de los derechos humanos. Y, siendo sinceros, su propia realidad ha acabado por convertirse en una verdadera profesión de riesgo. En un camino sin retorno. En una verdadera lucha de David contra Goliat repleta de incertidumbres. La situación no deja de preocupar. En especial, después de conocer algunos datos del último informe de Naciones Unidas que confirma que, Entre 2015 y 2017, de media, una persona murió al día tratando de defender las libertades y derechos del conjunto de la sociedad. Aunque, si ampliamos la lente del microscopio y nos situamos en el pasado año, la cifra es escalofriante: más 300 activistas perdieron la vida por ejercer su noble trabajo. Fueron asesinados por diferentes motivos en 27 lugares del mundo. Y, lamentablemente, no son los primeros ni serán los últimos. Por lo tanto, se hace más que necesario, en este 70 aniversario, honrar y reconocer que parte de lo avanzado es fruto del compromiso vital de quienes no dudaron en defender los derechos de miles de seres humanos sin reparar en los elevados costes personales. No lo olvidemos: ¡tenemos una eterna deuda!

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