Opinión

Fronteras invisibles

UN IMPREDICIBLE cruce de caminos quiso, que de las numerosas historias que impactan a diario en la conciencia de uno, la de un joven de 28 años acabase cautivándonos por su elevada crudeza. Gebreel salió de Sudán con la misma idea, el mismo objetivo, que muchas otras personas de su edad y condición: emprender una valiente huida hacia el norte para mejorar las condiciones de vida de la familia; en aquel momento, sumida en unos niveles de pobreza inimaginables. Tanto que acabó siendo un número más en la cifra de desplazados que, en las actuales circunstancias, resulta imposible de vaticinar. Otro importante certificado de que algo no salió nada bien en el proceso de división para convertir un país africano en dos: Sudán del Norte y Sudán del Sur. Una de esas malas costumbres importadas desde occidente. Y no ha quedado muy claro si para los sudaneses ha permitido mejorar o empeorar, aún más, la situación de conflicto y miseria que padecían. No cabe duda que las expectativas que se abrieron, a partir de ese hecho, fueron muy elevadas para millones de personas que abrazaban, con intensidad, una decisión política que fue entendida como una posibilidad encontrar una leve oportunidad de desarrollarse sin tener que renunciar a las raíces, la cultura o las tradiciones. Desgraciadamente, nada de eso ha tenido lugar. A día de hoy, los campos de refugiados golpean cualquier mirada a un paisaje social y humanitario retroalimentado por la inestabilidad y los persistentes conflictos en la zona. Según el ACNUR, la Agencia para el Refugiado de Naciones Unidas, más de 1,5 millones de personas se han visto obligadas a abandonar el país, a raíz del conflicto armado que estalló en diciembre de 2013. Es el caso de Gebreel. Puso la brújula en dirección a Europa, previo paso por una Libia que salía de una guerra y entraba en una post guerra. En su arriesgada ruta esta se convirtió en una parada obligada: contra su voluntad fue detenido, encarcelado y maltratado en una prisión. Él mismo asegura, en un testimonio ofrecido a MSF, que en un contexto como ese solo el dinero concede soluciones. El resto; es decir, los más pobres apelan a la fortuna para salir con vida en una realidad así. Él lo logró. Al llegar a Italia descubrió que Europa no era un territorio de bienvenida. Más bien, al contrario. Comprobó el azote de la discriminación y la xenofobia. Atrapado en numerosas dificultades, y sin los papeles regularizados, Gebreel reside debajo de un lustroso puente de Ventimiglia (al norte de Italia). Pasa los días sin comida y a la intemperie. Desde hace años perdió el contacto con los suyos; sufre mucho al recordarlo. Sin éxito, ha intentado cruzar varias veces la frontera con Francia para trabajar. Lo ha intentado en el corazón de una Europa de libre circulación para ciudadanos de primera y convertida en una gran prisión, al aire libre, para ciudadanos de segunda. En un lugar donde las fronteras ahora son invisibles.

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