Opinión

Jessica

LOS PRIMEROS años de vida transcurrieron bajo una intensa cortina humo y la insoportable combustión de escombros. Cuando la pequeña decidió asomar la cabeza, el mundo de sus padres se tambaleaba con la misma virulencia que el suelo de la ciudad de Managua (Nicaragua) en el terremoto de 1972. De los efectos devastadores de aquel seísmo emergió la mayor de las inmundicias en Centroamérica: La Chureca se convirtió en el mayor vertedero de esperanzas para las personas. La descarnada lucha por encontrar, en medio de la basura, un objeto de valor se repetía a diario. En ese momento, no había amigos. Se perdía la solidaridad. El afán por sobrevivir un día más anulaba cualquier gesto o pensamiento de humanidad. En medio de ese dramático ambiente comenzó a gatear Jessica. Mientras sus padres buceaban entre los desperdicios, ella trataba de alejar a las manadas de ratas de la improvisada chabola. Aprendió muy pronto a nadar en un mar de pobreza. Una mañana despertó y mamá ya no estaba. Había decidido desertar de aquel infame mundo. Y lo hizo con todas consecuencias: dejando al bebé en manos de un joven padre, de 18 años, señalado por la inexperiencia. En medio de la nada; allí donde se despoja de dignidad a los seres humanos, un día llegó la cooperación. Todo cambio. Hoy, Jessica vive en una humilde casa. Va a la escuela a la vez que papá trabaja. Y, mientras nos sonríe en caluroso jueves de noviembre, se balancea en un columpio del parque.

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