Opinión

La Chureca, diez años después

NO HUBO  piedad. El terremoto sobre la ciudad de Managua, en el año 1972, cimentó uno de los infiernos sociales y humanos más importantes de las últimas décadas. Donde residieron miles de almas con la utopía de colgar el gancho algún día; un inseparable utensilio con el que rebuscar entre los desechos y hallar alguna pieza de metal con la que poder sacar un puñado de córdobas (nombre de la moneda local).  Hasta la llegada de la cooperación lo más parecido al abismo se localizaba en la capital de Nicaragua. Hoy, se cumplen diez años desde que La Chureca pasó a la historia como el vertedero más importante de Centroamérica. Hace una década comenzaría una carrera de fondo para la Cooperación Española con el reto de reconvertir un espacio degradado, de condiciones infrahumanas, en una planta de reciclaje de residuos y en una zona habitacional con recursos para dignificar la vida. La ejecución de este ambicioso proyecto arrancaría en el mes de agosto de 2007 con un presupuesto de 43,2 millones de euros. La aportación de la ingeniería y la tecnología sería crucial para convertir un kilométrico espacio de valles y cordilleras de basura en un lugar decente. Por aquel entonces, en el improvisado asentamiento vivían 1.500 personas. De esta selva del deshecho también se aprovechaban 16.000 habitantes del barrio de Acahualinca. Muchos y muchas ejercían la única profesión posible: buzo de la basura. Un oficio que tendría su máximo esplendor hace unos cuantos lustros. Se trabajaba de sol a sol en medio de hectáreas de escombros amontonados sin control. En un mar de toneladas y toneladas de desperdicios. Y la gran mayoría acabarían por construir su infravivienda asentada en medio del basurero haciendo de la extrema necesidad un modelo de vida. Numerosos pequeños nacerían allí sin pedirlo. Y sus madres no tendrían la oportunidad de acudir a un centro hospitalario para dar a luz en condiciones. Se decantaron por convertir ese inhóspito lugar en una improvisada maternidad. Según el AECID, los menores solo disponían de tres horas a la semana para estudiar y jugar. El resto se dedicaba a trabajo. Ahora, de todo aquello, solo quedan imborrables recuerdos: tóxicas cortinas de humo negro elevándose desde infierno hasta el cielo. Al pasear todavía se detectan cicatrices en la tierra. Se intuyen las voces de la gente removiendo entre los miles de kilos de escombros. Aunque para salir de aquella interminable espiral de extrema pobreza fueron precisas decenas de años. Fue necesaria la voluntad política de revertir una realidad. De enterrar un pasado y sellar la dignidad de un futuro para casi dos mil seres humanos. Se hizo imprescindible creer en que la esperanza llegaría en un tren cargado de solidaridad.

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