Opinión

Nayeli

UNA NIÑA salvadoreña insiste en no pasar desapercibida. A sus ocho años de edad lo hace con una aplastante naturalidad. El extrovertido carácter siempre le facilita que alguien detenga la atención sobre ella. Usa la ternura con extrema destreza para embaucar a quien esté dispuesto a entregar un poco cariño a cambio de sentirse como en familia. Desde muy pequeña, la violencia dejó a Nayeli huérfana de padre. Residía con una joven mamá y una precoz abuela (25 y 40 años, respectivamente) en una humilde colonia, dónde las vigas de madera y los techos de chapa de metal se convertían en la arquitectura más recurrida. A doscientos metros se intuía el sonido del mar Pacífico. Allí, al anochecer, se celebraba el inigualable espectáculo del desove de tortugas. Sin embargo, para la pequeña, aquello formaba parte del día a día. No tenía mucho de extraordinario. Con mucho celo, guardaba diez bolas cristal en una vieja bolsa de plástico que solo utilizaba en las mejores ocasiones. Aquella lo era: un extranjero compartiría su casa un par de días; y eso motivaba a hacer cosas diferentes. A salir de la rutina de la isla de Tasajera. A jugar en la arena, intentando colar el mayor número de canicas en un improvisado agujero. Perdimos todas las partidas. Las nuevas normas no favorecieron. Pero, a cambio, recibimos un intenso abrazo de consolación. Tan sincero y emotivo que todavía seguimos sentados en ese palmo de suelo centroamericano.

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