Opinión

¡No parece tan difícil!

SENTADA EN el suelo de la cabaña solía llevar a cabo aquella labor casi diaria. En las profundidades del cantón de Santa Ana, en Ecuador, reside una mujer como Rosa. Comparte esta tradición con sus dos hijas menores. Antes de llegar a las casas de la comunidad el cacao se selecciona en los modestos centros de acopio, según la calidad del grano, gracias a la estructura de la Fundación Maquita. A continuación, se tuesta cerca de unos veinte minutos en un recipiente de barro y, posteriormente, se separa de su corteza protectora para ser depositado en un molinillo artesano. Todo se elabora a mano. Sin perder las costumbres de los ancestros. El proceso lleva un par de horas. Y mientras se trabaja también se conversa. Se intercambian opiniones y pequeñas experiencias vividas a lo largo del día. Un hecho que permite a hijas y madre estar al corriente de sus vidas. Una cotidiana escena que construye y alimenta la relación materno-filial. El objetivo final no es otro que obtener una densa bola de cacao que, al probarla, ofrece un sabor amargo y demasiado fuerte para los refinados paladares. Así, un día tras otro. Mientras la cosecha de este recóndito lugar del cono sur sea fructífera diferentes familias asentadas en las comunidades del país tendrán garantizado su sustento para poder salir a adelante. Por tanto, gracias a esta clase de cultivos y su posterior comercialización, la dignidad preside en la convivencia de muchos hogares donde merodea la pobreza con demasiada insistencia. Rosa y sus dos hijas son el punto de partida de una cadena bien dimensionada por el denominado Comercio Justo. Su producción, remunerada en óptimas condiciones, consigue situarse en tiendas y establecimientos de países del norte del continente o volar hacia Europa. Comprar aquí una pizca de cacao u otro artículo de alimentación o artesanía es contribuir a que miles de personas obtengan unos recursos bien pagados. Sin abusos. Sin desequilibrios en la balanza. Con unos resultados de notable impacto a muchos niveles: justicia social, equidad de género, lucha contra el cambio climático y, por supuesto, consumo responsable. En todos estos aspecto incide nuestro pequeño ejercicio, aunque de grandes consecuencia, e elegir ese lugar donde la venta de productos responde a unos criterios que respetan los derechos humanos. Practicar Comercio Justo no es solo un gesto aislado sin trascendencia. Forma parte de una pequeña aportación al ansiado cambio social desde el plano individual hasta llegar al colectivo. Y alimenta a un movimiento global en el que participan más de 2.000 organizaciones productoras repartidas en 75 países de África, Asia, América Latina y el Caribe. Una sólida red internacional que concede la oportunidad de trabajar en condiciones de respeto económico y humano a 2 millones de personas. Entre ellas a Rosa y a sus dos hijas que grano a grano, desde hace años, vienen reivindicando un modelo de comercio diferente y marcado por las sencilla normas de la solidaridad. ¡No parece tan difícil!

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