Opinión

Números y letras

OCURRÍA CON carácter diario. Cada mañana, el pequeño de la familia esperaba, con cierta inquietud, la llegada de su hermana mayor. Desde primera hora, la pizarra ya quedaba colocada en posición vertical. Se encontraba apoyada en una de las paredes, bañadas con cal blanca, del modesto patio de aquella casa. Era en una de las pocas, ubicadas en el barrio de Covadonga de la ciudad de Bata (Guinea Ecuatorial), construidas a base de ladrillos y un poco de cemento. Entre los hermanos, la diferencia de edad era innegable. El salto generacional marcaba casi diez años de distancia entre Lila y Unai. Ese día -un legañoso miércoles de junio- ella llegaba muy disgustada del colegio. Una mala nota en francés había reventado las expectativas de finalizar el curso con todo ‘limpio’. Alrededor de las once empezaba con un repaso general sobre lo aprendido en el día anterior. Posteriormente, cogía una tiza gastada y escribía con enorme esmero. A base de paciencia e insistir –como si se tratase de una experta profesora– mostraba y repetía en alto la conjunción de letras y el resultado de sumar dos y hasta tres números. Nadie osaba interrumpir durante cuarenta minutos. El respeto era máximo. Mientras tanto, los amigos iban llegando y guardaban silencio hasta que todo hubiese terminado. Al finalizar, aquella tierna escena dio paso a un hecho universal: “Jugar siempre llega después de estudiar”.

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