Opinión

Ojos vendados

En el 2018, más de trescientas personas, de 27 países diferentes, fueron asesinadas por denunciar aquello que representan una injusticia o una vulneración de derechos

EXISTEN PROFESIONES unas más arriesgadas que otras. Y es curioso que las más comprometidas y vocacionales suelen registrar un mayor nivel de riesgo para la vida. Es el caso del activismo medioambiental o de derechos humanos. O los dos a la vez. A fin de cuentas, quien se parte la cara por una cosa no suele tener reparos en hacerlo por la otra. Dedicarse a la justicia social o la solidaridad son labores muy inconvenientes para muchos Estados, redes dedicadas a actividades ilícitas, empresas multinacionales u otra serie de intereses. Cualquier amenaza contra el lucro de un determinado lobby, no en pocas ocasiones, suele acabar de manera luctuosa.

La preocupación por las agresiones y la violencia contra los y las activistas es muy elevada. En el 2018, más de trescientas personas, de 27 países diferentes, fueron asesinadas por denunciar aquello que representan una injusticia o una vulneración de derechos. Pisar la primera línea del activismo no es precisamente un espacio que represente unos altos índices de seguridad. Todo lo contrario. Y el asunto se agrava, aún más, si ese activismo lo ejerce una mujer. El riesgo se multiplica por tres porque la respuesta de agresividad es superior a la padecida por hombres. Por cierto, buena ocasión para recordar y mencionar a grandes referentes como Berta Cáceres (Honduras) o Marielle Franco (Brasil), entre otras.

Un estudio realizado por la Universidad Queensland (Australia), que ha investigado sobre los motivos que esconde la muerte de un activista, concluye que una importante parte es fruto de las tensiones que genera el intento de control de los recursos naturales y la protección que se hace sobre ellos. Otros trabajos académicos aseguran que en espacios de diversidad social, en los que se imponen decorados como el racismo o la xenofobia, el activismo también deja un importante número de víctimas cuando se produce la denuncia de vulneración de derechos. En esta reflexión, tampoco conviene excluir que la reivindicación de libertades individuales y colectivas (donde no las hay) suma ya una larga lista de fallecidos. Y, ante esto, la decisión de cargar con la mochila de activista no se antoja fácil para nadie. Dar un paso al frente supone exponerse al máximo porque, a día de hoy, proteger los derechos fundamentales y humanos cotiza a la baja en muchos lugares del mundo. Tanto que el precio de la vida se deprecia y se desprecia. Y lo peor de todo: el 95% de los crímenes quedan impunes. Ahora, ya vamos entendiendo un poco más porque la justicia lleva los ojos vendados desde hace siglos.

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