Opinión

Sabiduría andina

La panamericana norte conduce a ese maravilloso lugar donde la pureza de una cultura e identidad se encuentran intactas. En dirección a Colombia, comenzamos a subir. La ciudad de Quito, punto de partida, se encuentra a 2.880 metros sobre el nivel del mar. Hay que llegar hasta los 3.300 para encontrarnos con la pequeña población andina de Cayambe. Por primera vez escuchamos hablar del quechua, una de las principales lenguas indígenas en la zona. Los paisajes montañosos son tan indescriptibles como elevados. El oxígeno se ausenta por momentos. Y eso se nota al respirar. De vez en cuando, una inevitable sensación de agotamiento aparece y desaparece. El agua y el azúcar, el mejor remedio para equilibrar el organismo. Los rostros indígenas se observan en decenas de kilómetros porque predomina en este entorno de la serranía. La última parte del recorrido nos devuelve al Ecuador de caminos de tierra y piedras. Al fondo, preside la escena el volcán de Cayambe. Está nevado y dormido. Por suerte, el día se muestra despejado. Bonita manera de dar la bienvenida en este recóndito punto de la sierra de los Andes. Comprobamos que nuestro cuerpo realizaba movimientos con mayor lentitud. Perseguía a toda cosa adaptarse a la altitud. Tras buscar el último acceso, llegamos al centro de aquel reducido pueblo. Nos detuvimos en la explanada central. Un lugareño salió a nuestro encuentro. Se dirige a Nelly, coordinadora de la Fundación Maquita en la sierra. Ella viaja en uno de los asientos traseros. Rápidamente saluda con un cariño que sólo aquí saben practicar. Un hombre de piel curtida por el sol y el fuerte viento habitual en la zona, ataviado con una especie de poncho artesanal rojo, busca conversación y fácilmente la encuentra. Unas gafas de color negro protegen una mirada que esconde sabiduría. “Gracias por escucharme. Llevo toda la vida en este lugar, aunque ahora tengo un poco de reuma. Pero eso es más psicológico y mental que físico”. Segundo Neptalí había superado con nota los 88 años de edad. Expresa con pasión y claridad cómo ha sido su vida en un lugar tan diferente al nuestro. No duda en adentrarnos en sus ideales políticos: “El imperialismo americano y sus químicos están envenenando al mundo. Los alimentos tienen que ser naturales por el bien de la salud”, critica vehementemente. Este octogenario indígena hablaba con naturalidad de alcanzar una vida de 100 años. Para ello, recodó que su madre llegó al horizonte de los 125. “Sólo perdió un poco de vista al final. Pero murió un día caminando hacia la iglesia”. Defendía las prácticas artesanales y tradicionales, muy por encima de las industriales. A su edad, todavía pertenecía a las bases del sindicato de trabajadores del Ecuador. “Voy a bajar a la ciudad de Quito para denunciar esto. No tengo temor a represalias de los americanos por esto que digo”. La alimentación ecológica era casi una obsesión. Antes de asimilar todos los conceptos y sabios razonamientos, que compartió con nosotros, tuvo que luchar contra la ignorancia desde el analfabetismo. “Llegué a ser profesor por méritos propios. Daba clases a los niños en ese edificio”, señala con el dedo hacia una vieja casa de baja construcción en la zona de Pecilio, pequeña población del cantón de Cayambe. Insiste en que ser longevo debe ser un objetivo básico y prioritario para cualquier persona. Eso sí, combatiendo la incultura (a base de conocimiento y experiencia) como antídoto ante la manipulación. A su altura vital se atrevía a asegurar que convivir con la sabiduría te acercaba un poco más a la felicidad.

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