Opinión

Travesía

EL ALUVIÓN de personas que huyen del horror de Siria han convertido al inmigrante subsahariano en un ser invisible a los ojos de Europa. Ante el torrente diario de información, son mínimas las alusiones que reparan en la suerte que depara a quienes acometen la temida travesía del estrecho. Esa denominada última esperanza que obliga a navegar catorce interminables kilómetros en una patera. Muchos pueden llegar a pasar años aguardando su turno en la orilla africana. Lo que ellos consideran una oportunidad es visto, a este lado del Mediterráneo, como una auténtica temeridad. Todavía, en la memoria grabado a fuego, recuerdo aquellos atardeceres de un mes de julio en los que compartí horas de conversación y humildes cenas con un grupo de mujeres y sus familias, procedentes de Camerún y Nigeria. Hacinados en un improvisado poblado, cercado por la policía marroquí, compartían el mismo problema: habían sido engañadas por las mafias con promesas incumplidas para varar en la periferia de la ciudad de Tánger. En un lugar dónde las agujas del reloj estaban detenidas en la misma hora y las hojas del calendario marcaban siempre el mismo día. Fatimha tenía un pequeño de dos años entre los brazos. Trataba de acunarlo con un envidiable instinto maternal. Al mantener fijamente a la mirada me preguntó en un incorrecto inglés: Acaso, ¿tú, no lo harías?

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