Blog | Permanezcan borrachos

Los viejos ruidos

Oí una vieja máquina de coser en funcionamiento y el sonido me deslumbró. Durante un instante todo a mi alrededor se quedó en pausa. Me dio pena no llorar. Estaba en medio de uno de esos momentos perfectos, en los que las lágrimas demuestran que te sientes feliz. Era mediodía y me encontraba en casa de un vecino, y del fondo del piso llegó un sonido decadente, de inalterable belleza, que reconocí como la banda sonora de muchas tardes de mi juventud, cuando no salía. Mi madre tenía una Sigma de pedal y su traqueteo llenaba las horas. Producía una compañía casi física. "¿Y ese ruido?", le pregunté al vecino. "Mi suegra y su máquina de coser; una vieja Singer", explicó. Asentí con secretismo, y mientras nos íbamos, iba pensando que hay ruidos que andan toda la vida con uno, aunque ya no los oiga casi nunca. Los oyó y se quedaron con él para siempre. Ningún olvido los desgasta. Son imperecederos. O inmortales. Quizá cuando muramos sigan sonando entre nuestro polvo. 

Desde esa visita no dejé de anotar viejos ruidos, que podía escuchar aunque no sonasen. Funcionaban como una máquina del tiempo. Todos juntos podrían ser el título de los capítulos de una autobiografía. Si se tira de ellos, a imitación de un hilo, se desencadenan imágenes, fechas, diálogos, sentimientos. Se te viene la vida encima. Son sonidos comunes. Todos los hemos oído y a todos nos han hecho compañía, a menudo sin darnos cuenta de que nos hacían compañía. 

La lista de sonidos familiares ya ocupa un folio por las dos caras. Los primeros que escribí, después del ronroneo de la máquina de coser a pedal, fueron el del disco del teléfono fijo cuando regresaba a su posición original y seguías marcando el número al que iba a llamar, y el del balón en el momento de golpear la pared las tardes que no tenía con quien jugar y el muro suplía a los amigos. A partir de ahí se desataron muchos más, que llegaban como campanadas. El timbre de entrar aclase por las mañanas. La cerilla al encenderse. El riego automático a la una de la madrugada, puntual. El plato de duralex cuando se caía al suelo y bailaba sin romperse, como un equilibrista. El chirrido del viejo somier. Las estridencias del dial hasta que encontraba una emisora. Las tijeras en su avancedespiadado a través de las cartulinas. Los coches que no arrancaban en las mañanas de invierno, a cinco bajo cero. Las gotas del grifo de la cocina al chocar contra el fregadero. La llave al entrar en la cerradura y girar a las seis de la mañana, con tus padres haciendo que dormían y tú haciendo que no habías bebido. Las ruedas pinchadas hasta que te dabas cuenta de que estaban pinchadas. La puerta del autobús, en el que ibas al instituto, cuando se cerraba detrás de ti. El despertador, y cinco minutos después, el despertador otra vez. El pedal de encendido de la Vespa de tu padre. El botón que producía la chispa del calentador. Tus bufidos cuando te daban una orden. La hoja del calendario al abrir el paso a un nuevo mes. Los truenos. En los días de lluvia, el canalón roto. El cortacésped empujado por tu padre, después de decirte seis veces que lo pasases tú sin falta. Las hojas que arrancabas de las libretas de espiral. El libro de cuentos que te leía tu madre, y que al llegar al final cerraba de golpe, como quien da un portazo y se siente libre. El plástico de los caramelos de eucalipto cuando los desenvolvías y hacías con él una pelotilla. Las lámparas fluorescentes al parpadear. El vapor que expulsaba la olla exprés por la válvula de seguridad. La cuerda del tendal cuando la hacías correr para colgar más ropa. El matamoscas fracasando contra el brazo de un sofá. Los pitidos del Casio cada hora. El rebobinado del radiocasete. La tragaperras al fondo, mientras jugabas al billar o al futbolín. La ida y vuelta de la bola de pinpon. En instantes de silencio, el bolígrafo que tomaba apuntes a toda velocidad. Las vueltas que alguien da al otro lado de la cama. El tic tac del reloj de mesa que había en la habitación de los abuelos. La cafetera italiana cuando el café empezaba a subir. 

Tu resoplido en el instante que acabas una columna.

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