Blog | Permanezcan borrachos

No cocines

Cuando enciendo la vitrocerámica me pongo automáticamente de mal humor. No cocinar representa para mí un viejo sueño, modesto por otra parte

MI COCINA es una cocina normal, sin llegar a triste. En la mesa hay periódicos viejos y libros para niños de año y medio, en el radiador de vez en cuando cuelgo calcetines a secar en invierno, y en la nevera se van acumulando imanes sin ningún sentido, que están ahí por estar. Cuando algo importante se estropea llamo a un técnico para que lo arregle, como sucedió hace algunas semanas con la lavadora. En cambio, si la importancia es vaga, o nula, como una lámpara que no para de parpadear, dejo que pasen los meses, tal vez con la esperanza de que se arregle sola. En esencia, siento la mayor de las indiferencias por las cocinas. Si tengo que ser sincero, las aborrezco. Las suprimiría si pudiese, pero no puedo. Vivo con resignación el éxito en el que están instaladas. Mucha gente prefiere la cocina al salón, incluso al dormitorio o el cuarto de baño. Me reconcilié con mi aborrecimiento cuando hace unas semanas visité a un amigo en su casa, que a su vez había sido la casa, muchos años atrás, de un poeta de la Generación del 27, y descubrí al entrar en la cocina que se había ido convirtiendo en una parte de su biblioteca. Había estanterías con libros por todas partes y una mesa de trabajo con un ordenador encendido, papeles, rotuladores, teléfonos. "Esta es la cocina, de momento", me informó.

En poco tiempo, cocinar ha pasado a ser una de las grandes aventuras que depara la vida. Quizá porque la vida cada vez depara menos aventuras auténticas, que antes incluían despedirse de la familia, salir del país y a lo mejor regresar semanas o meses después sano y salvo. Pongamos que cocinar es una aventura íntima, recogida, bajo techo, y para algunos electrizante. Yo admiro a las personas que cocinan, y que cocinan bien. Se las nota tan felices, y sus platos hacen a su vez tan felices a quienes los comen, que no advertir en ello un mérito, y aplaudirlo, sería necio. A la gente que cocina mal también la admiro. Pero sobre todo, admiro a la gente que no cocina, que se niega, no le gusta, lo cree una pérdida de tiempo.

Podríamos pensar que no cocinar carece de mérito, sobre todo al lado de cocinar bien. En cambio, no cocinar porque no quieres exige de ti una gran determinación, la de no meterte en camisas de once varas, renunciar a algo que te hace sentir desdichado. No siempre puedes declinar ante algo así. Muchas veces la vida te obliga a transigir con sus pequeños horrores como si te gustasen. Hace algunos años, durante un viaje a Buenos Aires, me encontré con una pintada en un muro que a medida que pasa el tiempo recuerdo casi como una novela breve. "No cocines", decía.

Yo odio cocinar. Ni que decir tiene que cocino todos los días, y a veces al mediodía y a la noche. Cocino lo mejor que sé, que es bastante mal. Es una de esas cosas que no sé hacer con entusiasmo. Cuando enciendo la vitrocerámica me pongo automáticamente de mal humor. Si me diesen a elegir no cocinaría nunca. Soy uno más de los muchos que cocinan porque no tienen otro remedio. No cocinar representa un viejo sueño, modesto por otra parte, pues lo prestigioso sería que me apasionase hacer la comida. Añoro los tiempos en los que compartía piso y la cocina era un lugar inhóspito en el que podía salirte al paso el vietcong. El primer día estuve varias horas despierto en la cama, esperando a que alguien hiciese ruido. Cuando ya pasaban de las tres de la tarde, al fin me levanté. Dos compañeros seguían durmiendo, y el tercero estaba en el sofá, tumbado, fumando y escuchando música con los cascos. Me atreví a preguntar si no cocinábamos algo. Me moría de hambre. "Yo nunca cocino", respondió, apartando uno de los cascos de la oreja. "¿Y qué comes?", pregunté por curiosidad. "Lo que haya en la nevera". Me dirigí a la nevera y la abrí. Estaba vacía. Ni un yogur, ni mantequilla, ni media cebolla. Regresé al salón y comenté que en la nevera no había nada. El compañero se encogió de hombros y me tendió un porro de marihuana. "¿Quieres?" "Bueno", dije. Desde ese día me tocó cocinar casi a diario, pero lo hago siempre mal, por principios.

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