Opinión

Los partidos y las personas

HE DICHO y escrito que los partidos políticos del régimen de 1978 guardan cierto parecido con los de la restauración de 1876, o acaso sea algo más acusado en nuestro código de comportamientos políticos que en otros lugares. Lo cierto es que, si bien los personalismos, protagonismos y fulanismos cabe apreciarlos en todas partes, entre nosotros están especialmente acusados. En el régimen del 76 había mucho personalismo porque los partidos eran el acompañamiento de un notable. Ahora se pretende que lo sigan siendo, la diferencia es que suele faltar el notable.

Se dice con gran prosopopeya por los que en cada momento deciden que lo importante es la empresa común, el partido; las personas, se asegura, son secundarias. Y eso se suele afirmar en el trance de liquidar a alguien o expulsarlo de la escena. Luego se invoca el interés del partido para demandar al interesado silencio y aquietamiento apelando a su lealtad. No importa la relevancia del afectado. Tampoco que la decisión tenga coste electoral. Los mandarines del momento van a lo suyo, y su criterio es el que pretenden que sea identificado con el interés del partido. A la postre, viene a ocupar igual lugar que la doctrina.

Eso sí, si se trata de su propio desalojo, ajustan la corrección de las lentes, y se reivindican como parte insustituible del acervo esencial del partido, con todas sus consecuencias: pareciera que se tratase del ‘fiat iustitia et pereat mundus’ (hágase la justicia aunque perezca el mundo). Y que ellos sean la justicia.

Las personas, a veces, aun en nuestro lamentable panorama partidario,de pronto "están ahí". Y deciden. Aunque no sean "el jefe"

Y no es así. Las personas, todas, unas más y otras menos, son el elemento esencial de un partido. Constituyen su ser. Y son distintas aunque, presumiblemente, dejémoslo en presunción, tengan las mismas ideas, de modo que la misma acción protagonizada por uno u otro sujeto, aun con idénticas intenciones, arroja no solo un resultado diferenciable, sino que revelará también un distinto impulso, un ritmo diferente y su respectivo acento personal. El mismo programa, ejecutado por un gobierno integrado por 20 sujetos, tendrá un balance distinto que administrado por otros 20. La cuestión, pues, afecta al mismo núcleo de la vida partidaria. Y la solución solo la da la autoridad que proporciona el mandato exquisitamente democrático de la militancia. En el ejercicio del poder del partido, el respeto al militante y al dirigente, y a la aportación de estos a lo que constituye el activo del partido, debe ser una exigencia.

A un accionista que detenta el 20 por ciento de las acciones de una compañía no se le puede mandar a pasear y a ver la luna, argumentando que hay que renovar. Y a quien es activo de un partido, claro que con otro planteamiento y de otra manera, hay que respetarlo por lo que ha aportado, no por su proximidad al que manda o a los alfiles de la mesa de camilla de turno, que es habitual que en estos tiempos decida sobre el bien y el mal de todos, obedeciendo a designios que solo conocen los que se sientan en torno al circulito del poder.

Mientras no veamos a un presidente relevado por los propios, como sucedió en Gran Bretaña en los últimos tiempos con Margaret Thatcher o Tony Blair, sin que el concernido y sus adláteres imputen traición a los que impulsen el relevo, no habremos llegado a la madurez.

El argumento del poder es casi incontestable. Pero no es absoluto. Como nada lo es en la vida. Y sacrificar a un candidato a conveniencia, claro, siempre que no sea el líder ‘carismático’ del espacio en el que el acontecimiento tenga lugar -pues ese para su guardia de corps es el partido, y está por encima del mismo-, es un juego peligroso y poco edificante.

Creo que en la constitución de la corporación provincial lucense alguien olvidó que el poder no es siempre suficiente

Si se entendía que era el mejor y se acepta su sustitución, malo, porque se renuncia a la mejor ejecución de lo convenido con otros por hacerse con el poder. Si no lo era, y por tanto da igual uno que otro, la cosa es aun peor porque rebaja a la condición de meros peones a quienes son llamados a gobernar.

No he tratado mucho a Manuel Martínez pero he apreciado en el alcalde de Becerreá una gran pasión partidaria y mucha constancia. Y ocupa además muchas páginas de los anales socialistas de Lugo.

Creo que en la constitución de la corporación provincial lucense alguien olvidó que el poder no es siempre suficiente. Y esta vez, además, tuvo consecuencias. Las personas a veces, aun en nuestro lamentable panorama partidario, de pronto «están ahí». Y deciden. Aunque no sean «el jefe».

Y en alguna medida debemos celebrarlo.

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