Opinión

Respeto a los ciudadanos

Me refiero a lo dicho por Pablo Iglesias al responder al diputado del PP Teodoro García Egea en la última sesión de control celebrada en el Congreso, en referencia al sainete murciano: "¿Ha puesto usted la pasta o se la ha dado algún constructor?", interpeló el vicepresidente al diputado.

He ocupado un escaño del Congreso de los Diputados desde el año 1993 hasta el 2008, y he seguido de cerca lo que allí sucedió antes, y más o menos, más bien menos, qué quieren que les diga, lo que ha ocurrido después. Y solo con la llegada de Rufianes e Iglesias he observado que la interlocución parlamentaria se ha degradado a un nivel tan lamentable como el que estamos presenciando una semana tras otra.

Todo vale con cortesía. Y si es menester, ahí está la ironía que da cobijo a lo que, dicho de otro modo, podría hasta ofender. Pero la zafiedad, la vulgaridad y cierta pretendida descalificación de los adversarios como delincuentes que se ha enseñoreado de los discursos que se pronuncian en el aula parlamentaria, me molesta y me indigna.

Que algunos solo sepan recurrir a esa manera de expresarse, hay que pensar que porque no son capaces de argumentar con altura, como, no sé si es limitación o gusto, sucede con frecuencia en el caso de los dos individuos citados entre otros que con ellos comparten mala escuela, he de decir, por ser delicado, que, repito, me indigna, pues me parece intolerable que el debate en el Parlamento curse en términos tan miserables e insoportables. Y eso me irrita casi tanto por la falta de decoro de quien afirma, porque le da la gana, lo que el señor Iglesias dijo, transgrediendo sin empacho el más mínimo requerimiento de cortesía que exige, como obligación que deben respetar los diputados —y los miembros del Gobierno que hablan en la Cámara, sean o no parlamentarios— el artículo 16 del Reglamento del Congreso, incluso aunque se sea de Podemos o de ERC, como por la estulta postura adoptada por quien presidía la sesión en ese momento, que debe creer que dirigir un acto parlamentario es una función parecida a la de la esfinge, o sea, vacía y sin contenido activo alguno.

He moderado, que es de lo que se trata, por haber sido presidente de dos de las grandes comisiones del Congreso, casi trescientas sesiones parlamentarias, y en ellas, algunas veces, pasaron cosas sorprendentes, claro que sí . Pero no lo duden, en un acto parlamentario presidido por mí, no tratándose de un debate acerca de cobros y pagos, entiéndase bien, no hubiera permitido estólidamente que un diputado o un ministro interpelara a otro, en términos dialécticos oportunistas, interrogándole, aunque fuera irónicamente y en términos especulativos, acerca de conjeturas de conductas políticas de compra de voluntades, como hizo el señor Iglesias esta semana, porque a él le convenía sembrar la sospecha de corrupción del diputado con el que debatía. La libertad de expresión en las intervenciones que tienen lugar en la tribuna parlamentaria, aunque los proficientes sean miembros del Gobierno, no ampara afirmación alguna que no se funde en la verdad ni se exprese con corrección.

Por eso, sin dudarlo, yo habría llamado al señor Iglesias a la cortesía parlamentaria. Con todas las consecuencias, que son muchas.

No se hizo así y seguimos —es como lo veo— por una senda de degradación del discurso público que conduce, no lo duden, a cualquier cosa menos a la paz y a la convivencia social, y es eso lo que me preocupa.

Basta ya. Nuestro Parlamento no puede parecer, porque no lo es, un patio de monipodio.

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