Opinión

Vivir con nuestros muertos

Delphine Horviller es una de las primeras mujeres que ejerce como rabina en Francia. Tiene sentido del humor. Eso deduzco de la lectura de Vivir con nuestros muertos (Libros del Asteroide). Suena su teléfono en el cementerio: "Ahora no puedo hablar. Te llamo cuando termine el entierro…". Y como la situación se repite muchas veces sus amigos se lo toman a guasa. ¿No se hace cuesta arriba, cómo acaba influyendo un contacto habitual con moribundos, dolientes y con la realidad de la muerte? "Lo cierto es que no tengo la menor idea" asegura antes de dar algunas explicaciones. Recuerda que la muerte hoy en día tiene delimitado su territorio: "La obligamos a replegarse". Mejor que no se vea. Y demasiadas veces Azrael, el ángel de la muerte, llega a plantas de cuidados paliativos fuera de las horas de visita, o a las habitaciones de geriátricos o en el silencio y soledad de la madrugada a la cama de un hospital. A ese ángel de la muerte, que dice la tradición judía, no solo no se le recibe, lo expulsamos del espacio doméstico y así colocamos fuera a aquella persona a la que viene a buscar. 

Por ser hoy día de difuntos y por el disfrute que me supuso la lectura de este pequeño libro de Delphine Horviller toco el tema. Aprovecho y me recuerdo a mí mismo que el camino que me queda por delante es mucho menor, sin comparación, al que he recorrido. El tiempo que esté por vivir buscaré saborearlo a fondo, como el mejor vino, como la pasión que acaba de despertarse. 

En el retrovisor aparecen algunas canalladas y malas pasadas, gentes incluidas, que forman parte del equipaje vital. No suponen ya peso mayor. Hay que soltar lastre y navegar ligero. No lograron eclipsar la belleza de la vida, el calor de la amistad y el amor, la fortuna de encontrarse con buena gente. Traer la muerte a la conversación, a la reflexión o, un día al año, a una columna de prensa no bebe en el pesimismo cuando atizas en ti el fuego como algo deseable para vivir la plenitud posible. Moisés no logró entrar en la tierra prometida, después de dedicar toda su vida a ese objetivo.

La autora de Vivir con nuestros muertos estudió medicina —cuenta una anécdota de las prácticas de anatomía con cadáveres—, estudió y ejerce el periodismo, y es escritora con varios libros publicados. Y estudió el Talmud: a los 38 años fue ordenada rabina. Colabora en medios como Le Monde, Le Figaro o Elle. Es una voz liberal, diría que laica, dentro del judaísmo. Curiosa e interesante la definición que hace del laicismo francés, gran referente. Poco que ver con ciertas tonterías que en nombre del mismo practican algunos políticos por aquí. La laicidad francesa no opone la fe al descreimiento. "Impide que una fe o una pertenencia acaparen todo el espacio". La laicidad supone que "siempre hay en ella un territorio más amplio que mi creencia, capaz de acoger la del otro" que ha llegado a ese espacio para respirar. Algo de eso ve en el judaísmo que no hace proselitismo "y no trata de convencer al otro de que posee la única verdad".

Ofició en su condición de rabina en el entierro de Simone Veil y en el de alguna víctima, atea, del atentado que sufrieron en el semanario Charlie Hebdo. Ofreció consuelo.

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