Opinión

Franquicia vaticana en Moimenta

FRANQUICIA, FRANQUICIA, lo que se dice franquicia… No lo sé. Los que hemos cumplido —no me atrevo a decir celebrado— las bodas de diamante con la vida… (será cursi: los que ya hemos cumplido los setenta y cinco años, o más), hemos disfrutado (no me atrevo a decir padecido) casi cuarenta de franquicia —¿que franquicia no viene de Franco, dice usted, y qué?— primero en forma de falsa autarquía —nunca, de verdad, España fue capaz de autoabastecerse, simplemente pasábamos hambre y sumábamos, así, valor y virtud al falso autoabastecimiento— y después, en plena Segunda Guerra Mundial, a la manera de un dumping sui géneris: había que vender lo que fuera, al precio más bajo posible, había que hundir los mercados foráneos de los ganadores de la guerra, que nos habían impuesto un bloqueo político y comercial que me río del que le regalaron los americanos a la Cuba de Fidel en los últimos años. Ni Hitler, a quien vendíamos volframio sin Iva para que la Krupp le hiciera cañones y le enviábamos divisionarios para el frente ruso, ni Mussolini, al que tarifábamos, en trirremes de la vieja Bética, el aceite que en los hogares españoles estaba racionado, pudieron hacer nada por su aliado del Ferrol de su Excelencia, que le dijo un día al caudillo Franco —eran de la misma quinta— el viejo Cancelo, gran fotógrafo de A Coruña, y no solo de prensa.

No hubo Plan Marshall para España —¡faltaría más!— pero, en 1953, mi amigo Alberto Martín Artajo, ministro de Exteriores de la franquicia, rompió el corazón de los yanquis y, al tiempo, el bloqueo, y llegó la leche en polvo —¡hubo quien dijo que era mejor que la de Cures y Vilariño juntas, qué bestias!— y un queso amarillo limón que sabía a… yo qué sé, pero el caso es que era queso parecido al de teta. Y, sobre todo, el milagro, como corresponde al Vaticano, de abrirnos la Puerta Santa de Roma, con la firma del concordato con España ese mismo año de 1953.

Y aquí quería llegar yo. Es que el Vaticano abre muchas puertas y puede mucho con la fuerza de la doctrina. Ahora, con el Papa Francisco, más. Anda el hombre buscando la manera de reconocer como estado a los palestinos. Y yo creo que no le han informado bien. Los palestinos proceden de los antiguos filisteos —philistín/palestin— y fueron los que hicieron la vida imposible a los reyes de Israel, a los que Dios había puesto en la Tierra Prometida a la vuelta de su exilio en Egipto y tras cuarenta años de vida nómada atravesando desiertos y alimentándose el pueblo con esa especie de producto congelado celestial que ayudaba a los madrugadores. De ahí el dicho «al que madruga, Dios lo ayuda». Con el maná…, pero ahora… Ahora, Francisco, con ese reconocimiento, no va a hacer un favor precisamente a Tel Aviv ni a Jerusalén. Como no nos hará un favor a los españoles si recibe —aunque solo sea recibirlo— al embajador que le manda Artur Mas para representar a la supuesta nación catalana. Lo que nos faltaba: la estelada en la gloria de Bernini.

Pero tampoco era la política el destino de estas letras. Hace años que vengo observando una señal en mi camino que me tiene preocupado. En Moimenta, carretera de Noia, cuando voy y regreso de Macenda de tirar unas bolas, veo un letrero que dice, claramente, debajo de la imagen de la más cola de las cocas: Bar Santa Sede. Eso se lee bien, incluso sin parar el coche. Pero paré una mañana y, al acercarme, vi que, en efecto, la Santa Sede, el Vaticano, tenía en Moimenta una franquicia, en este caso, una barra para beber y supongo que unas mesas, donde se pueda jugar, pongamos, al tute cabrón, por ejemplo. ¡Hace tanto frío en invierno en Moimenta!

—Buenos días, dije. ¿Este bar es de algún representante del Vaticano?, pregunté.
¿Será por lo menos del arzobispado, como el campo de golf de ahí abajo, de Macenda?
Los dos paisanos que estaban en el recinto me miraban como si yo fuera un inspector de Hacienda.                                                                                       —No, me excusaba yo, que me ha llamado la atención eso de la Santa Sede…                                                                                                                          Uno de ellos cayó en la cuenta: 
—¿Usted no es gallego, claro?                                                                                                                                                                                                           
—Sí que lo soy, y de Boiro nada menos. Y con familia en Cures, ahí al lado.
—Y, ¿cómo se dice sed en gallego?
Me lo pensé dos veces: 
—Claro, sede.
—Pois iso, home: é un bar que santifica a sede, e anuncia así o viño.

Y yo que creía que era una franquicia del Vaticano y soñaba con que Francisco asomaría por Moimenta cualquier día de estos a ver cómo le iba el chollo… Al fin y al cabo, sus padres, Mario y Regina, emigrantes italianos a Buenos Aires, procedían de la también montaraz tierra del Piamonte italiano, norte de Italia, de donde era —ya hablaremos de esto otro día— el oficial romano que, destinado en el Barbanza al pie de la calzada romana y la fervenza de Cadarnoxo, acabó mandando el castrum, o campamento, que se estableció en Cures, nombre que dio al asentamiento militar en memoria de su ciudad sabina del norte de la península itálica, que Cures se llamaba. Pero, como digo, de esto hay que hablar un poco más y pienso hacerlo muy pronto.

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