Blog | Que parezca un accidente

Aquella otra Navidad

ERA DICIEMBRE. Cerca de medianoche. Había dejado mis cosas en la habitación y decidí salir del hotel para fumar un cigarro. De repente, al pisar la calle, noté cómo un frío insensato se interponía entre el mundo y yo. Grave y sobreactuado. Como Gandalf ante el Balrog. No recuerdo la temperatura exacta, pero era tan baja que, frente a aquel hotel, los inviernos en Ourense y Santiago me parecieron los mejores veranos de mi vida. En la acera estaba la recepcionista, frente a la puerta principal, también fumando. Observando cómo me tiritaban las manos. Cómo me tiritaba el cigarro. Cómo me tiritaba la calle. Y la noche. Y la vida entera. Entonces me compadeció con una sonrisa y dijo: "En Lugo siempre es así. Ya estamos acostumbrados. Este frío no se irá hasta marzo".

Echo de menos ese frío. Este mes de diciembre de 2015 ha sido el más caluroso que recuerdo. Nunca he entendido a quienes por estas fechas se marchan de vacaciones a climas templados y envían fotos del mar y la playa y las tumbonas y los daikiris, como si el orden y la simetría les importasen un carajo. Como si el universo alguna vez hubiese tolerado el desequilibrio. El mundo no tiene sentido cuando el invierno avanza a dieciocho o veinte grados.

Si hace calor, el invierno no es invierno. Y mucho menos en Galicia. No sé qué será. Tal vez una prórroga del otoño, un eco moribundo del verano o una película de M. Night Shyamalan, pero no es invierno. En diciembre uno quiere pasar frío. Echarse al cuello una bufanda, calzarse un par de botas, ponerse un abrigo grueso y un gorro de lana, salir a la calle y, en cuanto entra en el primer bar abierto, soplándose entre las palmas de las manos, maldecir con vehemencia el frío que hace. Porque mientras los inviernos son inviernos, detestamos el invierno. Nos quejamos del mal tiempo, celebramos los caldos y bebidas calentitas, deseamos que salga el sol y que deje de llover o de nevar. Renegamos del frío porque podemos. Porque es nuestro frío. Pero en cuanto nos lo quitan, en cuanto las cosas no son como se supone que deben ser, extrañamos con melancolía aquellos diciembres congelados y felices, con sus alegres constipados y esa cálida sensación de humedad calándote hasta los huesos.

Con la Navidad sucede algo muy similar. A mí -y como yo, a muchos otros- siempre me ha dado igual la Navidad. Toda mi vida la he recibido con desgana. Llegaba diciembre y comenzaba el caos de las tiendas y los regalos. Qué le gustará a éste. Qué querrá esta otra que le compre. Qué ocurre si no es suficiente. Y si me paso. El día de Nochebuena quedabas con tus amigos por la tarde para compartir lo que se suponía que debía ser una bonita celebración navideña, pero al final no dejaba de ser otra tarde cualquiera en el bar, tan fantástica como las demás, pero otra tarde al fin y al cabo.

Esa noche veías a toda tu familia y abrazabas a primos y tíos con los que hacía meses que ni hablabas, lo cual era agradable pero al mismo tiempo desconcertante e incómodo, como esas tapas a las que les ponen jamón y queso de cabra pero también mermelada de frutas. Y al día siguiente, en Navidad, te juntabas de nuevo con ellos y parecía que os llevabais viendo todos los días durante semanas y que las anécdotas de la noche anterior eran las del mes pasado. Las del verano pasado. Las de la Navidad pasada. Incluso repetíais la escena esa misma noche, donde cenabais las sobras de la comida, pero el ímpetu de Nochebuena se había desvanecido y tenías la sensación de que todo comenzaba a marchitarse otra vez.

"Renegamos del frío porque podemos. Porque es nuestro frío"


Y llegaba la Nochevieja y tenías que pasártelo bien a la fuerza. Y pensabas que si pudieses hacer lo que quisieses con tus días libres te irías de vacaciones a climas templados y enviarías fotos del mar y la playa y las tumbonas y los daikiris, como si el orden y la simetría te importasen un carajo. Y el día de Reyes recibías regalos que no querías y te dabas cuenta de que tú te habías pasado. O de que te habías quedado corto. Pero aún así sonreías y respirabas aliviado porque esas fiestas de alegrías fingidas, banquetes grotescos y furia consumista habían pasado y tardarían un año en volver, aunque fuese para volver a darte lo mismo.

Pero igual que en este invierno uno echa de menos el frío del que antes tanto se quejaba, llega un día en que algo cambia en la Navidad. Es casi lo mismo, pero no es igual, y solo las cosas distintas pueden parecerse. Y ese día en que la Navidad ya no es la misma te das cuenta de que extrañas aquella otra Navidad. De que en realidad te gustaba cómo era. Con sus parientes lejanos, sus cenas desproporcionadas, sus regalos y sus celebraciones forzadas. Te gustaba mucho, pero tú no lo sabías porque siempre la habías dado por supuesta. Porque ignorabas lo poco que te iba a gustar esta otra Navidad.

Y entonces te das cuenta de que ya no hay forma de enmendarlo. De que querrías haberla disfrutado más. Aunque solo fuese un poco más. Y te arrepientes de no haber aprovechado todos los momentos que de alguna forma malgastaste sin darte cuenta, y solo te queda el consuelo de que, a lo mejor, dentro de unos años, tal vez vuelva a gustarte otra vez un poco la Navidad.

Lo decía Pepe Colubi hace unos días en su cuenta de Twitter: "Es probable que la Navidad te la sude si tienes a todos los que quieres cerca". En el momento en que eso deja de ser así, y sobre todo el primer año en que no es así, la Navidad, por desgracia, se parece a cualquier cosa menos a la Navidad.

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