Blog | Que parezca un accidente

Bendita equivocación

DE TODO LO que he leído en la prensa en las últimas semanas, una de las cosas que más ha llamado mi atención ha sido el caso de la parlamentaria y exmodelo británica que cogió a un enano de 22 años en brazos durante una conferencia que tenía lugar Vietnam creyendo que se trataba de un niño pequeño. 

Al terminar su ponencia, el hombre se le acercó para entregarle un ramo de flores. Ella, que lo confundió con un crío, empezó a achucharlo y hacerle carantoñas hasta que, finalmente, lo levantó y lo colocó en su regazo para hacerse una foto. Sus mejillas se pusieron de todos los colores cuando los asistentes al acto empezaron a reír y una mujer en primera fila reclamaba enfadada que volviese a poner en el suelo a su marido. 

Las equivocaciones, especialmente aquellas que entrañan cierta gravedad en la confusión, tienen algo de mágico. En cuanto uno se percata de su error, el mundo parece transformarse de repente. Como si alguien le quitase un filtro al que los ojos ya se habían acostumbrado. La realidad, que tenía todo el sentido siendo como era, de golpe resulta ser de otra forma. Y tú te despiertas de una sacudida, encajando de nuevo las piezas en tu cabeza y adaptando la vista a una nueva intensidad de luz y un nuevo color.

Por definición, las equivocaciones nos conducen por un camino erróneo. Y lo más llamativo es que nosotros lo ignoramos, actuando en consecuencia con nuestra convicción. Lo que tan evidente parece cuando nos sacan de nuestro error, minutos antes no lo era en absoluto. Todo lo contrario. Casi parece efecto de alguna suerte de hipnosis. Nadie es consciente de estar equivocado hasta que se produce el liberador chasquido de dedos. 

Sin embargo, y a pesar de todo, en ocasiones los grandes aciertos ocurren por error. La historia está repleta de ellos. Tal vez el más notorio fuese el supuesto fallo que cometió Cristóbal Colón al calcular la distancia entre Europa y Asia. O puede que fuese el denominado por Einstein como su "gran error", la constante cosmológica, que lo fue un poco menos al descubrirse la energía oscura. Pero de entre todos los errores que, a pesar de guiarnos hacia un resultado incorrecto, terminan desembocando en acierto, quizá los más significativos no sean aquellos de los que hablan los libros, sino los que nos suceden a nosotros mismos. Porque, incluso en nuestras pequeñas y anónimas vidas, a veces las mejores cosas suceden por equivocación. 

Mi padre y mi madre, por ejemplo, se enamoraron gracias a una equivocación. Él, que apenas había estado en Galicia un par de veces en su vida, había sido nombrado director de un centro educativo en Ourense. Para solucionar los problemas administrativos que se encontró al llegar, acudió al edificio en el que se ubica la Delegación de Educación y, una vez allí, entró directamente en el despacho de mi madre. Se estaba equivocando. Sus asuntos no eran competencia de la mujer que tenía delante, pero por más que ella se lo explicaba, él continuaba insistiendo. Muchos años más tarde mi padre me contó que creía que mi madre le estaba mintiendo. Que ella sí era la responsable que debía atenderle pero intentaba desembarazarse de una problemática de muy difícil solución. Y por eso continuó visitando su despacho a diario. Porque estaba convencido de que el más tozudo terminaría venciendo.

En algunas ocasiones los grandes aciertos ocurren por error

Mi madre habló con sus superiores, pidió al jefe de servicio competente que, por favor, atendiese a mi padre. Pero él seguía apareciendo por su despacho todos los días sin excepción. Para cuando el asunto fue solucionado por la persona a la que sí le correspondía, mis padres ya no sólo se veían cada mañana en la Delegación. Para mi madre, la molesta visita diaria de aquel pelma equivocado se había convertido, casi sin darse cuenta, en el momento más esperado del día. Y mi padre ya hacía tiempo que sabía que no era aquel el despacho en el que tenía que entrar. Lo suyo, por fortuna, ya era irremediable. 

Nos ha ocurrido a todos. Yo también he cometido un buen número de felices equivocaciones. Y tal vez la más celebre sea haber pensado, con 16 años, que apuntándome como voluntario en el periódico del instituto me libraría de asistir a algunas clases. 

Lo único que yo quería era no tener que tomar apuntes. Ni hacer comentarios de texto. Ni analizar aburridísimos relatos. Creía que elaboraríamos el periódico durante las clases de literatura, ya que había sido la profesora de esa materia quien lo había propuesto, y que mi labor consistiría en comentarle a alguien lo que yo opinaba sobre algunos discos para que lo escribiese. Lo mío sería la crítica musical. Y al dictado. 

La realidad es que nos tocó elaborar aquel panfleto en horario extraescolar y que sólo éramos dos, así que, si había huido de pasarme una hora al día escribiendo, fue sólo para escribir aún más. Y la verdad es que me agradó. Al gusto por la lectura se añadió entonces el gusto por la escritura, y varios años, un blog y un par de abortos de novelas después, me gano la vida escribiendo. Qué habría sido de mí si no fuese por aquel error. 

A veces, como decía, las mejores cosas suceden por equivocación. Einstein descubrió por qué el universo se expande; Colón descubrió América; mis padres se descubrieron a sí mismos y yo descubrí que me gustaba escribir. Lady Mone descubrió que lo que tenía entre sus brazos no era un niño de seis años, sino un señor enano de veintidós. Y descubrió que, con toda la razón, su esposa estaba muy enfadada. Alguno pensará que esta anécdota no puede ser considerada como una de esas cosas buenas que suceden por equivocación, pero yo no estoy de acuerdo. A mí, por lo menos, me ha servido para escribir esta columna. Y lo que me he reído estos días leyendo la noticia no se lo quiero ni contar. Bendita equivocación.

Comentarios