Blog | Que parezca un accidente

¿Dónde están las llaves?

PERDER UNAS llaves, siendo precisos, es más o menos como la vida. Apenas quedan unas horas para que finalice el día, un día plano y anodino y fiable que se pierde en una fila de días planos y anodinos y fiables como todos los demás, y cuando crees que bastará con llanear y que el último impulso habrá sido suficiente para llegar hasta la cama sin pedalear, echas la mano al bolsillo y lo único que encuentras es un escalofrío. Pruebas en otro bolsillo, tanteas la chaqueta, revisas el maletín. Nervioso, vuelves a meter la mano en el bolsillo donde buscaste la primera vez y el mismo escalofrío sigue allí, tenso y sudoroso. El día estaba resuelto, bastaba con dejarse ir, y de repente el Tourmalet se planta frente a ti.

La tranquilidad consiste en tener un lugar a donde ir. Saber que en algún sitio hay una puerta que eres capaz de abrir y tener un hogar son la misma cosa. Cuando hace unos días perdí las llaves de casa, lo que parecía una tarde cualquiera se convirtió en otra tarde cualquiera, pero sin llaves de casa. Y la diferencia es notable. Te das cuenta al momento de que la jornada va a durar un poco más de las veinticuatro horas convencionales. La monotonía se convierte en inquietud. ¿A quién llamo para que solucione el problema? ¿Dónde lo espero? ¿Cuánto tardará en llegar? ¿Y en arreglarlo? ¿Dormiré en mi cama? ¿Y si lo dejo para mañana? ¿Llegaré a tiempo a trabajar? Y mientras tanto piensas que todo sería más sencillo si pudieses organizarte y afrontar el problema con mayor quietud desde el sofá de tu casa. Dichosas paradojas.

Llamas a un cerrajero y esperas pacientemente junto a la puerta, lo que no deja de provocarte una sensación desconcertante. Una sencilla plancha de madera es suficiente para separarte de toda tu vida, contenida entre cuatro paredes. A veces te quedas mirando a la puerta de tu casa desde el interior y piensas que, en caso de que alguien quisiese entrar, escasa es la resistencia. Pero cuando has perdido las llaves y eres tú el que está fuera, tu puerta parece una barrera insalvable. Probablemente, el mejor invento de la historia. Ocupa el único hueco por el que se puede entrar. Si se abre, accedes a su interior. Y si no, no. No cabe el debate. No discutes con la puerta hasta que entra en razón y se abre. Los cerrajeros, te dices a ti mismo, viven de la terquedad de nuestras puertas.

El mío no tardó en llegar. En estos casos, en ocasiones, se produce una negociación miserable. Recuerdo que el año pasado me hospedé durante unos días en casa de un amigo en Madrid. El domingo por la noche él actuaba en un teatro del centro y después nos fuimos a cenar. Tomamos unas copas y llegamos a su piso de madrugada. Las llaves, sin embargo, no llegaron con nosotros. Se habían distraído en algún punto entre Gran Vía y la calle Segovia. El cerrajero observó la cerradura y nos dijo: "Van a ser 150 euros. ¿Abro o no?". La pregunta no te deja mucho margen de maniobra. 150 euros o dormir en el rellano, tapándote con el felpudo. Aceptamos y nos pidió que no mirásemos. Apenas tardó un par de segundos. La abrió más rápido de lo que nosotros lo hubiésemos hecho en caso de tener las llaves. Un amigo abogado suele decirme que él cobra por lo que sabe, no por lo que hace. Supongo que abogados y cerrajeros estudian en la misma facultad.

El que me abrió a mí la puerta hace unos días se ganó el pan. Tuvo que desarmar toda la cerradura para poder abrir, algo que, en cualquier caso, tampoco supuso un esfuerzo titánico. Extrajo unos tornillos, desmontó una pieza, movió el pasador y, con un golpecito, desplazó el cilindro, sosteniéndolo frente a mí durante unos instantes a modo de trofeo como si yo tuviese idea alguna de si aquello significaba “hemos terminado” o “a cubierto, esto va a estallar”. Me inquietó que resultase tan sencillo reducir la cerradura de una puerta blindada a un caos de piezas metálicas que unos minutos antes me protegían cada noche haciendo guardia mientras duermo, pero ya decía mi abuela que para el que sabe todo es fácil, y no creo que cacos y asaltantes nocturnos tengan nociones de cerrajería. Instaló una cerradura nueva, me proporcionó una llave con algunas copias, cobró y se marchó. Mi héroe.

Aquel escalofrío en mi bolsillo se disipó al instante. Cuando obtienes unas llaves nuevas, el mundo recupera su velocidad habitual. Lo que a media tarde parecía un abismo de problemas ahora no es más que un leve repecho que no ha costado tanto atravesar. Repasas tus preguntas una a una, como contando la vuelta que te han dado en el bar, y te satisface comprobar que todas tienen respuesta. El día vuelve a ser un día plano y anodino y fiable como todos los demás, que es justo lo que quieres que sea porque para incertidumbre ya está la gala de Gran Hermano presentada por Mercedes Milá. Recuperas el ritmo con una última pedalada y llegas exhausto a la cama, de donde quizá no debiste haber salido jamás.

Perder unas llaves, siendo precisos, es más o menos como la vida. Todo es tranquilo y normal. De repente un problema se planta frente a tus narices y crees que no lo podrás solventar. Estás a punto de rendirte antes de empezar, pero alguien te echa una mano y descubres que no era tan difícil y que, en el fondo, casi todo se puede solucionar. Manejas la situación y todo vuelve a ser tranquilo y normal. La vida siempre es imprevisible y nunca sabes qué es lo siguiente que te va a pasar. Quizá por eso se parezca tanto a perder unas llaves. Y quizá por eso, al mismo tiempo, no se parezca en nada.

*Artículo publicado el domingo 25 de octubre de 2015 en la edición impresa

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