Blog | Que parezca un accidente

Encontrar las palabras adecuadas

No está muy claro qué le dijo exactamente Gabriel García Márquez a Patricia Llosa cuando, en enero de 1976, la mañana posterior a una cena organizada por Carmen Balcells en Barcelona, el autor colombiano la llevaba en su coche al aeropuerto de El Prat para que cogiese un vuelo con dirección a Lima, donde la esperaba su marido. García Márquez tomó una carretera equivocada que le hizo perder un tiempo considerable, provocando que su pasajera perdiese el avión. Según el biógrafo Gerald Martin, al confirmarse que Patricia no podría acudir a su cita en Perú, el escritor la consoló diciéndole que no se desanimase por tener que quedarse al menos un día más en Barcelona, ya que ambos podían aprovechar el tiempo montándose su propia fiesta privada.

Cuáles eran las intenciones reales de García Márquez es un misterio. Su buen amigo, el periodista Plinio Apuleyo, comentó en su momento que, sin duda, se había tratado de una insinuación desafortunada. García Márquez siempre negó haber dirigido a Patricia cualquier tipo de comentario lascivo o insidioso, lamentando lo que ella pudiera haber entendido. En cualquier caso, no cabe duda de que, le dijese lo que le dijese, Mario Vargas Llosa debió de interpretar lo mismo que su mujer, ya que cuando vio a Márquez unas semanas después en en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México —ambos habían acudido para el estreno de la película 'La odisea en los Andes'— le pegó un puñetazo tan elocuente que los dos autores jamás volvieron a dirigirse la palabra.


Encontrar las palabras adecuadas no siempre es sencillo, pero con mucha práctica uno puede depurar su técnica


A lo mejor García Márquez no quería decir lo que dijo. Puede que ni siquiera lo dijese. O puede que sí. Lo que resulta evidente es que, fuese o no su intención tener un affaire con la esposa de su amigo, no supo encontrar las palabras adecuadas. Si no quería acostarse con ella, no debería haberle propuesto montarse "una fiesta privada". Pero si, efectivamente, quería tantear un posible romance clandestino, debería haber intentado ser un poco más discreto y ambiguo. Por lo que pudiera pasar.

La semana pasada leí una historia en el blog del periodista Javier Fraiz sobre la importancia de elegir bien las palabras en el momento oportuno. Hace años, poco después de incorporarse a la redacción en la que trabaja, le tocó asistir a un funeral multitudinario en Ourense en el que se despedía al padre de una importante autoridad pública. En la puerta de la iglesia, dándole el pésame a la familia, había jueces, fiscales, políticos, empresarios, periodistas y otras personalidades de la sociedad gallega.

Fraiz se hallaba en la cola, aguardando su turno para darle la mano a quien correspondiese y expresar sus condolencias. Mentalmente, ensayaba un "lo siento". "Incluso esa máxima filosófica tan socorrida en Galicia de "no somos nadie" habría servido", explica en el texto. Cuando llegó su momento, se acercó al hijo del fallecido, le dio un apretón de manos y, como si de repente la frase que había ensayado hubiese desaparecido de su memoria, lo miró a los ojos y le dijo: "Enhorabuena".

Es llamativa la cara de extrañeza que solemos poner cuando nuestro interlocutor, lejos de encontrar las palabras adecuadas, dice lo primero que se le viene a la cabeza, tenga sentido o no. No sabes muy bien cómo reaccionar. A veces incluso resulta más incómodo para ti que para el que se ha equivocado. Algo así le sucedió a Santiago Auserón en 2015, después de un concierto en el Náutico de San Vicente do Mar, cuando un buen amigo mío, fan de Auserón desde que era adolescente, pudo acercarse a hablar con él de madrugada. No habíamos comido nada desde el mediodía, ya que, debido a las prisas por llegar a tiempo al concierto, no pudimos parar a cenar.

Mi amigo sólo repetía lo mucho que le sonaban las tripas y cuánto le apetecía un plato de pasta. A la una de la mañana, cuando por fin tuvo ocasión de intercambiar unas palabras con el músico, se puso frente a él con los ojos muy abiertos y no dijo nada. Un tanto confuso, Auserón le preguntó cómo se llamaba. Mi amigo titubeó un par de segundos y contestó: "Macarrones". Y Santiago se le quedó mirando pasmado, dudando de si se había tratado de una broma o si, como más bien parecía, estaba hablando con un idiota.

Encontrar las palabras adecuadas no siempre es sencillo, pero a veces, con mucha práctica, uno puede llegar a depurar tanto su técnica que incluso alcanza la perfección. La economía del lenguaje en su versión óptima. La primera vez que el padre de mi amigo Darío Diéguez, lucense de pro, tuvo que ir solo a Madrid, recibió un buen número de recomendaciones de sus familiares y amigos acerca de cómo orientarse en la capital y qué debía decirle al taxista para llegar correctamente a su destino en Móstoles.

El padre de mi amigo se subió al tren, llegó a Madrid, salió de la estación, entró en el primer taxi que vio y le dijo al taxista: "¿Conoces a Charo, que tiene una peluquería en Móstoles?". A lo que el taxista contestó: "Hombre claro que la conozco; soy de Monforte, como ella". "Pues llévame a su peluquería", dijo el padre de Darío. Y no hizo falta decir ni una sola palabra más.

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