Blog | Que parezca un accidente

I read the news today, oh boy

LA PRIMERA vez que estuve delante de un cuadro de Van Gogh fue hace muchos años, en una de las exposiciones temporales del Museo Thyssen-Bornemisza. Todavía recuerdo aquella sensación, entre emocionado y ensimismado. Inquieto pero tranquilo a la vez.

Hace poco he visitado de nuevo la colección permanente y, al situarme frente al lienzo ‘Los descargadores en Arles’, cuando observé otra vez sus trazos gruesos y nerviosos, recordé una de las que se suelen citar entre las críticas que más lesionaron la autoestima del genio neerlandés. La de su amigo y también pintor Anthon van Rappard sobre la pieza ‘Los comedores de patatas’: "Estarás de acuerdo conmigo en que este trabajo no se puede tomar seriamente. (...) ¿Por qué todo lo observas y lo tratas superficialmente, de la misma manera? (...) ¿Y aún te atreves, con esta forma de trabajar, a citar a Millet y a Breton? El arte es demasiado elevado para poder tratarlo con tanta negligencia".

Para Rappard, Vincent van Gogh pintaba de forma negligente. O dicho de otro modo, pintaba mal. Años después, maestros de la talla de Pisarro y Bernard confesaron su admiración por ‘Los comedores de patatas’. Hoy en día, de hecho, está considerado como uno de los cuadros de mayor entidad de entre todos los de su primera etapa. A Rappard, sin embargo, le parecía que estaba mal pintado. Supongo que, en cuestiones artísticas, no existe el juicio objetivo. En la visita a aquella exposición en el Thyssen me acompañaba mi mejor amigo, Rodrigo de Luis, un hombre que sabe mucho de casi todo, y que siempre ha disfrutado poniéndose del lado de quienes consideran que Van Gogh está sobrevalorado, con el solo objetivo –sospecho– de fastidiarme durante un rato.

Fue Rodrigo quien, por intermediación de mi hermano, me descubrió muchos años antes a The Beatles. Fue él, de hecho, quien me enseñó a apreciar el peso y la importancia que en sus canciones tuvo siempre George Martin, fallecido hace apenas unos días. Aprendí a valorar su gran labor, entre otras cosas, gracias a las anécdotas que Rodrigo me contaba sobre la producción y el arreglo de las composiciones de Lennon y McCartney. Como aquella vez que John le pidió que una canción sonase como una naranja. O aquella otra en la que le dijo que quería sonar como el Dalai Lama cantando desde lo alto de una montaña –otras versiones aseguran que lo que pidió fue sonar como cien monjes tibetanos cantando–. Se trataba de ‘Tomorrow never knows’ y, qué quieren que les diga, en mi opinión, el bueno de George lo consiguió.

"La perfección solo reside en las cosas imperfectas"


Quizá una de las ocasiones donde más a prueba se puso el talento de Martin fue durante la grabación de ‘A day in the life’, cuando se vio obligado a unir mediante un puente las dos partes de la canción que, respectivamente, Lennon y McCartney habían compuesto. Lennon había escrito una pieza magnífica pero un tanto etérea sobre un accidente de coche que había leído en el periódico –algunos afirman que se trataba del accidente en que había muerto su amigo Tara Browne; en fin, podría ser, Lennon tenía estas cosas–. McCartney, por su parte, había descrito en su composición la mañana cualquiera de un tipo cualquiera. Ambos habían pactado escribir sobre "un día en la vida" y cada uno fue fiel a su estilo, con el consecuente problema que eso suponía para el productor.

Pero a George Martin se le ocurrió una idea. Grabó por separado la parte de Lennon y la parte de McCartney, escribió una partitura que uniría las dos piezas y convocó a una orquesta sinfónica integrada por cuarenta músicos en los estudios Emi de Abbey Road para que la interpretase. Una vez se hubiese grabado, sólo restaría ensamblar las tres partes. El puente duraría exactamente veinticuatro compases, que comenzarían justo después de la composición de Lennon y terminarían justo antes de la de McCartney. Para evitar errores, Mal Evans, asistente del grupo, iría contando en voz alta los compases y, al llegar al número veinticuatro, haría sonar un despertador –cuyo sonido se mantuvo en la versión definitiva de la canción porque encajaba con la historia de McCartney, que comenzaba con un tipo que se levantaba de la cama–. Todo estaba preparado. Solo faltaba ponerse a tocar.

Y aquí es donde llegó la sorpresa. Cuando los músicos leyeron la partitura de George, se quedaron asombrados. Cada instrumento comenzaba sonando en la nota más baja que se pudiese tocar en él, y a partir de ahí se iniciaría un crescendo que terminaría, al final de los veinticuatro compases, en la nota más alta. Teniendo en cuenta que el espectro de cada instrumento es diferente y no todos abarcan las mismas octavas, el resultado de aquello no iba a ser otra cosa que la más espantosa de las cacofonías. Lo que George Martin les estaba pidiendo a aquellos músicos profesionales y académicos era, sin más, que sonasen mal.

El resultado es conocido por todos. Uno de los mayores ejemplos de la vanguardia musical de los años 60, aplaudido por crítica y público, y en definitiva, una idea genial. La tensión que se genera cuando comienzan a sonar las cuerdas y los vientos, la sensación de estar acercándose al abismo a medida que el tono aumenta mientras Lennon murmura la frase "I’d love to turn you on" y el mundo se viene abajo, es sencillamente magistral.

A veces tengo la impresión de que la perfección solo reside en las cosas imperfectas. Cuando Émile Bernard contempló el cuadro ‘Los comedores de patatas’, comentó: "Es grandioso en su fealdad". Tal vez Van Gogh solo fuese un tipo que pintaba tan mal que pintaba genial. Tal vez el puente de ‘A day in the life’ solo sea una pieza musical que suena tan mal que suena genial. Tomás Ageitos, productor musical, ingeniero de sonido y propietario del estudio A Ponte, cerca de Santiago de Compostela, me dijo una vez: "El día que grabe un disco perfecto, dejo esta profesión". Cuánta razón tienes, Tomás.

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