Blog | Que parezca un accidente

Injusticia descarada, castigo merecido

SI HAY ALGO que molesta a cualquiera es que le obliguen a soportar aquello que considera que no tiene por qué soportar. Es, tal vez, uno de los paradigmas más categóricos de la injusticia. De esas injusticias pequeñas y personales que nos irritan y nos parecen una insolencia; que provocan que reaccionemos con rabia y que nos recuerdan, si lo hacen, al protagonista de La edad de la punzada -es decir, su propio autor, Xavier Velasco-, que chilla con la cara entre las manos mientras comprende que una injusticia descarada duele más que un castigo merecido.

Una de esas primeras injusticias cotidianas sucede cuando eres un adolescente y tu madre, en un ataque de nostalgia, se empeña en invadir la casa con fotos de tu primera comunión o de aquel día que te puso un disfraz monísimo de arlequín cuando el resto de los niños iban vestidos de Spiderman. En realidad, todo se reduce a la obligación de tener que tolerar algo que, si por ti fuera, no estaría ahí. Tú, que te avergüenzas de todo lo que no tenga que ver con la imagen que crees que los demás tienen de ti mismo, comienzas a llevar a casa a tus amigos, y darías cualquier cosa porque el salón no estuviese presidido por esa fotografía colocada sobre la tele en la que estás desnudo en una tina de agua caliente recibiendo uno de tus primeros baños. Qué humillación, piensas. Cómo pudiste permitir semejante agravio. Tirarías esa foto a la basura. Si dependiese de ti, todo tu pasado estaría ya en el cubo de la basura. Pero es la casa de tus padres y, como el FBI en cualquier serie americana de policías, careces de jurisdicción. Sienta muy mal no tener más remedio que transigir y aguantar aquello que, en un mundo justo, no tendrías por qué aguantar. Pocas historias son tan desdichadas -y únicas- como la vida de cualquier adolescente al azar.

¿Por qué hay que soportar aquello que no hay que soportar?

Pero, por fortuna, la juventud es una enfermedad que se cura con los años, y cuando quieres darte cuenta ya te has emancipado y vives con tu novia en un pisito muy acogedor cerca del centro. Una tarde, al salir de trabajar, vuelves a casa y ves que alguien ha colocado los contenedores de la basura en el hueco que hay justo frente a tu portal. Entras en el bar y preguntas qué pintan ahí, apestando a todo el edificio, y te dicen que el ayuntamiento ha decidido que esa es su nueva ubicación. Que no hay más remedio que aguantarse. La vida está llena de pequeñas tragedias como esa. Como los parquímetros que, de un día para otro, instalan en todo tu barrio sin habilitar ni una sola zona libre para aparcar. O la señal de ceda el paso que un buen día te arrebata tu merecidísima preferencia en hora punta. O una enorme antena de telecomunicaciones que te plantan -te la plantan a ti- sobre la azotea del edificio de al lado. Son como la foto en lo alto del televisor. No te da la gana de que te obliguen a comulgar con semejantes ruedas de molino, pero no tienes opción. Te revuelves. Chillas con la cara entre las manos mientras piensas una vez más que una injusticia descarada duele más que un castigo merecido. Y finalmente te aguantas porque qué otra cosa vas a hacer si no.

Una vez, hace muchos años, los vecinos de mis padres en el pueblo decidieron ampliar un pequeño barracón en el que criaban pollos que vendían a una cooperativa. Solicitaron la correspondiente licencia al ayuntamiento y éste, generoso y solidario para con todos sus vecinos cual Vicente Ferrer reencarnado en administración local, se la concedió sin tener en cuenta la normativa sobre incidencia ambiental, explotaciones avícolas y distancias mínimas entre instalaciones agrícolas y núcleos de población. El asunto, en cualquier caso, no era preocupante. Al fin y al cabo, la tímida ampliación de una nave rural de corte doméstico tampoco podría suponer un gran problema de convivencia. Pero el tema se puso feo cuando una leve reforma dio paso, en realidad, a dos pabellones de 2.550 metros cuadrados con capacidad para más de cincuenta mil pollos. Y a menos de cien metros de las casas. Como era de suponer, los vecinos se tiraron de los pelos, miraron al cielo en un plano cenital hincando las rodillas en el suelo y alzando las manos preguntándose amargamente por qué a ellos, y finalmente iniciaron las correspondientes acciones judiciales, que fueron efectivas a medias porque la granja fue precintada pero allí siguen ambos mamotretos, provocando que los paisanos se pregunten por qué les obligan a tragar por narices.

La semana pasada se decidió que una enorme fábrica de pasta de papel que se construyó hace más de medio siglo en la ría de Pontevedra sobre uno de los bancos marisqueros más fértiles de Galicia y cuya concesión expiraba irremediablemente en 2018 -"no cabe la posibilidad de mantener Ence en la ría" fueron las palabras exactas que se pronunciaron en 2009, año de elecciones- renovase su licencia sesenta años más. Hasta 2073. Hay quien defiende la medida debido a los puestos de trabajo que comporta, a su incidencia positiva en el tráfico del puerto de Marín y a su importancia en el sector forestal gallego, aduciendo además que "cumple holgadamente la exigente normativa medioambiental". Hay también, claro, quien considera que todo esto no es cierto y exige el retorno de los terrenos, es decir, de la ribera de la ría, a su estado original. En definitiva, que haya posturas encontradas en estos casos es comprensible. El centro de gravedad de una polémica siempre se desplaza en función de los intereses y principios de cada cual. Pero de lo que no cabe duda, y no me cuesta mucho ponerme en su lugar, es que ahora mismo tiene que haber mucha gente preguntándose por qué tiene que soportar aquello que considera que no tiene por qué soportar. Y supongo que todo esto no le estará haciendo ni pizca de gracia.

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