Blog | Que parezca un accidente

Instrucciones para cruzar un paso de cebra

L a vida está repleta de momentos decisivos que no conviene dejar a la improvisación ni afrontar de repente, sin una etapa previa de análisis y planificación.

Hace unos días leí en la prensa que Ozzy Osbourne, líder de la banda de rock Black Sabbath, ha manifestado su deseo de que el día de su funeral no suene ninguno de sus propios éxitos musicales, que considera vergonzosos, sino alguna canción de los Beatles. "Todavía necesito algunos años para pensarlo bien, pero probablemente pida que pongan a day in the Life", declaraba a la revista británica NME el conocido como Príncipe de las tinieblas, que añadía con precisión milimétrica: "O alguna cualquiera del Revolver".

Qué importante es realizar una gestión prudente de los tiempos. Osbourne todavía necesita "algunos años" para elegir la canción funeraria correcta porque no se trata de una decisión que uno pueda tomar así como así, a la ligera, como casarse o tener hijos. Morirse, al fin y al cabo, es una de esas cosas que es aconsejable programar tranquilamente y al detalle para que no nos pille de sorpresa. Qué molesto sería tener que ponerse a buscar un himno fúnebre una vez muerto, cuando del disgusto no te quedan ganas de hacer casi nada.

Uno siempre debe tener previstos los pequeños detalles como la música, el traje, los zapatos o el féretro. Y debe hacerlo, al menos, algunos meses antes de fallecer, porque al final, cuando menos te lo esperas, llega el día de tu entierro y nunca sabes ni qué ponerte.

Los momentos esenciales de la vida, como morirse, son únicos. Tanto que algunos apenas ocurren unas diez o doce veces al día. Y en todos ellos, para poder efectuar la elección más adecuada, es fundamental fijar un período previo de reflexión que, por desgracia, no siempre tenemos en cuenta. La de veces que, en la caja del supermercado, habré contestado al tuntún a la pregunta "¿cuántas bolsas necesita?". No se me ocurre una interpelación más malintencionada que esa.aal final siempre terminas pecando por exceso o por defecto, pero, a pesar de todo, apechugas. Cualquier cosa menos admitir que te has equivocado. Embutirás todo como puedas y te llevarás el papel higiénico y la cerveza en la mano, pero si dijiste que con dos bolsas era suficiente, es que era suficiente. Y todo por no pararte a hacer cálculos.

Sin la correspondiente anticipación, hay dilemas que derivan inevitablemente en atasco. Detesto especialmente ese momento en el que pides al camarero que te traiga un vino de una terminada denominación de origen, como Rioja o Ribeiro, y acto seguido te pregunta: "¿Y qué Rioja quería?". Tú balbuceas como un idiota, no te lo esperabas, "ha sido penalti", piensas, y por fin acabas diciendo: "Me da igual, el que tengas, todos son buenos" mientras sonríes ligeramente avergonzado. Es lo mismo que te sucede cuando en el bar te ofrecen las tostadas con mermelada o con tomate o cuando tu novia te pregunta si la tortilla le sale mejor a su madre o a la tuya. Son esa clase de encrucijadas, precisamente, las que explican que los momentos clave de la existencia demanden un tiempo prudencial para la ponderación. Y momentos clave hay a porrillo.

Uno de los que más reclama mi atención, por delicado y significativo, es el que consiste en cruzar la calle a través de un paso de cebra. No alcanzo a comprender cómo hay personas que lo hacen de repente. Sin detenerse un mísero cuarto de hora a meditar. Como si su integridad física no estuviese en juego. Como si unas líneas pintadas en el suelo les confiriesen alguna suerte de inmunidad o convirtiesen el paso de peatones en un espacio de barreras invisibles e invulnerables.

Yo suelo tardar unos doce o trece coches hasta que me atrevo a cruzar. No es una decisión sencilla. Son muchos los riesgos que uno corre al dejar atrás la seguridad de la acera. El propio acto de atravesar la calle no ocupa más que un instante, pero su preparación anterior debe ser minuciosa. "Ejecuta rápidamente tus decisiones, pero reflexiona con lentitud", sentenciaba hace siglos Isócrates. Y no me parece que los humanos hayamos llegado hasta aquí desoyendo a los panhelénicos, precisamente.

Hay una serie de indicaciones irrenunciables que uno debe tomar en consideración cada vez que la vida le coloque en la desdichada situación de tener que cruzar un paso de cebra, abandonando durante unos segundos el cálido mundo de los viandantes para adentrarse en ese páramo despiadado que es el asfalto urbano, poblado por artefactos desalmados como coches, motos, camiones y furgonetas. Una vez te encuentres allí, estarás expuesto. Como un civil en medio del fuego cruzado. Como un corderito entre los lobos. Se impone la necesidad de cumplir a rajatabla las siguientes instrucciones:

Mirar bien. Mirar primero a un lado y luego al otro. Volver a mirar. Asegurarse de que no vengan coches o de que estos se detengan en el paso de cebra. Y entonces, cruzar.

Claro que también se puede aprovechar un momentito en el que no haya tráfico y cruzar por cualquier otro sitio. Que tampoco pasa nada. Que es un segundín.

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