Blog | Que parezca un accidente

La insignificancia de Umberto Eco

RECUERDO LA primera vez que escuché a The Beatles. En aquella época mi oído adolescente solo se sentía atraído -todavía lo hace- por el guitarreo crudo y malencarado de las bandas californianas que abanderaban la segunda edad del punk, como Bad Religion, The Offspring, Green Day y, en menor medida, NoFX, todas ellas enmarañadas en una maleza de géneros y etiquetas que las aburrían entre el skate punk, el hardcore melódico y el punk rock mientras algún vástago europeo como Millencolin conseguía aproximarse con cautela a la manada y otros eran espantados mediante un par de sacudidas de sus colas.

Mi hermano había llegado a casa una tarde con un cassette que le había grabado un amigo del colegio. No recuerdo su nombre. Yo estaba en mi habitación aprendiendo algún acorde de guitarra complejísimo como Do mayor o Mi menor cuando a lo lejos, en la salita, comenzaron a sonar las primeras notas de ‘'For no one'’. No tuve otro remedio que dejar de tocar y quedarme escuchando en silencio. Aquel inicio, aquella melodía de voz, aquel solo superlativo que más adelante supe que se trataba de una pieza para trompa compuesta por McCartney e interpretada por Alan Civil. Me senté junto a mi hermano y le pregunté qué era aquello. "Los Beatles", contestó. Hasta ese momento lo único que yo había escuchado de los Fab Four era la primera estrofa de ‘Revolution’ y no me había gustado. Después de ‘'For no one'’ vino ‘'Strawberry fields’'. Y a continuación ‘'Penny Lane'’, ‘'A day in the life'’, ‘'I’'m only sleeping'’, ‘'We can work it out'’, ‘'While my guitar gently weeps'’, ‘'Eleanor Rigby'’, ‘'Cry baby cry'’, ‘'Sexy sadie'’... Nos pasamos la tarde sentados en aquel sofá, escuchando una y otra vez la misma cinta, que era mejor cada vez que volvía a empezar. Al mundo le dio igual, pero Jorge y yo habíamos descubierto al que sería para siempre nuestro grupo favorito.

La vida está llena de acontecimientos insignificantes que tienen una trascendencia colosal. De hechos minúsculos pero gigantes que carecen de relevancia y sin embargo son capaces de colocar algunos de tus pequeños universos personales del revés. Hace unos días, mi amigo Santi Gil me comentaba que su hijo de diez años le había ganado al Fifa por primera vez. "Ha sucedido -me decía-. Yo jugué al primer Fifa. Al Fifa de 1994. ¡El Fifa lo inventé yo!". El relevo se produjo jugando a la consola, pero pudo haber sido durante un uno contra uno de baloncesto, una ronda de Trivial o incluso una simple carrera al sprint. Desde que tu hijo tiene unos añitos y de vez en cuando echas con él una partida amistosa al Fifa, siempre ganas tú. Es lógico. Eres su padre. Sabes jugar. Tienes experiencia. Eres mayor que él, que solo es un crío. El día en que el resultado sea otro está lejísimos. Pero de repente, una tarde de febrero, una de esas tardes anodinas del mes de febrero que te asaltan sin previo aviso en cualquier época del año -agosto, especialmente, está lleno de aburridas tardes de febrero-, tu hijo de diez años ya es mejor que tú. Y entonces te das cuenta de que estás en primera línea. De que tienes más ayeres que mañanas. Y sonríes porque tu hijo se hace mayor. Y respiras hondo porque, sin darte cuenta, tú te has convertido en tu padre. Nadie se va a fijar. Una derrota en un videojuego no es más que una menudencia. Un hecho irrelevante como tantos y tantos otros. El planeta entero seguirá girando sin prestar la menor atención. Pero algunos días son esas absurdas pequeñeces las únicas que encierran algo de valor.

La primera vez que leí a Umberto Eco me desbordó


Qué le importa al mundo, por ejemplo, tu primera cana. Pocas cosas hay tan intrascendentes y a la vez tan significativas como descubrir una cana. Por algo Jorge Luis Borges, que sabía de la gravedad que pueden entrañar las naderías, se lamentaba de haber envejecido en tantos espejos. O el día que estrellas el coche de tus padres, que habías cogido sin permiso y ahora está empotrado en un muro inoportuno, conformando la primera y más terrible de todas las clases de tragedias privadas. Qué le importó al mundo la noche en que por fin aprendiste a tocar For No One en la guitarra y sentiste que pocos esfuerzos podrían valer tanto la pena.

La primera vez que leí a Umberto Eco me desbordó. No contaba con lecturas suficientes a mis espaldas ni mi mente estaba preparada aún para 'El péndulo de Foucault'. Básicamente, no me enteré de casi nada. Lo consideré un ejercicio de pedantería impenetrable que solo se podía asimilar a base de retortijones, como entiendo que cualquiera digeriría un bloque compacto de hormigón.

La segunda vez, sin embargo, mi pequeño universo literario cambió. Se abrieron puertas donde antes solo había paredes. Entró más luz. Se hizo más grande. Fue, sin duda, uno de esos acontecimientos insignificantes y afortunados que tienen una trascendencia colosal.

Umberto Eco ha fallecido este viernes, 19 de febrero. Una de esas tardes anodinas del mes de febrero. Su muerte, como es natural, no ha pasado desapercibida. Ha fallecido uno de los mayores referentes intelectuales de nuestro tiempo y al mundo no le ha dado igual. Hoy recuerdo aquel día en que yo lo leí por segunda vez. Recuerdo aquella pequeñez única y absurda y lo mucho que significó. Como es lógico, aquello no tuvo para nadie la menor importancia. Para mí, sin embargo, la tuvo toda. Y hoy la tiene todavía más.

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