Blog | Que parezca un accidente

La lotería en Babilonia

EL PASADO sábado de carnaval, un joven ourensano rescatado del azar ideó una atrevida forma de disfrazarse. El Entroido permite pasar cualquier asunto de actualidad por el filtro de la sátira. Su espíritu, en ese sentido, no es muy distinto al de las Fallas valencianas o el Carnaval de Cádiz. Los atuendos más celebrados son aquellos mediante los que se ridiculiza a personajes públicos o se escarnecen episodios recientes y controvertidos del panorama político o social. Toreros con hijas en brazos, presidentes de diputaciones provinciales cortejando a muchachas que aspiran a un puesto público, tonadilleras entre rejas, réplicas de Chéryshev, de Angela Merkel o de Pablo Iglesias. No se trata de vestirse de superhéroe, de monja o de pitufo. La gracia, como en los espectáculos de titiriteros, está en la caricatura.

Y de titiritero se disfrazó precisamente el chaval. En concreto, de los que en Madrid fueron detenidos, acusados de enaltecimiento del terrorismo, puestos a disposición judicial y encarcelados en ejecución de una medida cautelar que cinco días después fue levantada. Con su indumentaria farandulera. Con sus palabras prohibidas chillándole a la gente desde un cartel. Las mismas palabras que, de un latigazo en la espalda, enviaron a prisión preventiva a los Títeres desde abajo. El típico disfraz de Entroido referente a alguna polémica que, por su vigencia, entra dentro de lo parodiable. Y como era de suponer, al fulano le tocó la lotería.

En el mes de noviembre, unos cuantos que solemos ir a comer juntos decidimos aportar al caudal común un décimo de la lotería de Navidad. Por aquello de si había suerte, claro. En realidad, pocas desgracias hay comparables a que te toque la lotería. Es una de esas alegrías miserables por las que a menudo la gente se echa a perder. Algunos se acostumbran a un nivel de vida feliz e irrepetible que, como las adicciones, los noquea en cuanto no se lo pueden permitir. A otros les ocurre como a aquel jeque insensato que se encaprichó con pilotar un Fórmula 1 y terminó estrellándose en una de las rectas más cerradas del circuito. Otros son sepultados por el éxito, que siempre es arbitrario y traidor, y aparecen en directo en la tele dirigiéndose al mundo, pero sobre todo a sus señoras, ebrios de orgullo y anisete, gritando que se van a ir de putas a Benalmádena. O a Bembibre. Recuerdo que una vez Juan Tallón me contó la historia de un señor de Riós que apareció muerto en su casa, endeudado hasta la asfixia. En una apuesta imposible, había elegido fingir que no había dilapidado el premio, prolongando como pudo el espejismo hasta que el suicidio se cruzó en su camino.

El chico se puso el disfraz de titiritero apologético y salió a la calle

Nosotros somos afortunados. No nos tocó nada en la lotería de Navidad y por ahora sigue sin tocarnos. Por eso seguimos jugando de vez en cuando. Porque albergamos la esperanza de seguir teniendo suerte y no ganar. De algún modo nos complace aquella vieja idea con la que Spinoza tonteaba en su Ética de que el deseo es la esencia misma del hombre. Es esa clase de reflexiones con las que puedes jugar. Puedes intercambiarla entre los dedos como una moneda aburrida y, al final, elegir el lado por el que la quieres posar. Tal vez el único deseo semejante a querer ganar la lotería es querer que no te toque jamás. Por lo que pueda pasar.

El chico se puso su disfraz de titiritero apologético y salió a la calle. Para cuando hubo llegado a la Plaza Mayor, ya había escandalizado a medio barrio. Una vez allí, algunos vecinos muy sensibles llamaron a la policía para avisarles de la presencia de un muchacho que llevaba un disfraz que enaltecía el terrorismo y menuda desfachatez y en qué país vivimos y esto no se puede consentir, señor agente. De entre todos los disfraces que allí había, el suyo era el único que no tenía una intención festiva, propia del Entroido. El suyo iba en serio. Así que ocho policías nacionales lo inmovilizaron, le colocaron un brazo a la espalda y se lo llevaron al furgón para identificarlo y dar parte al juzgado de guardia. Con el simpático añadido de que si el juez de instrucción aprecia indicios de apología o enaltecimiento del terrorismo, el asunto terminaría sustanciándose ante la Audiencia Nacional. Por un disfraz.

Y lo cierto es que al chaval le está muy bien empleado. Como todos los hombres de Babilonia, podía haber sido procónsul; como todos, esclavo. Sin embargo le dio por parodiar el tema de los titiriteros de Madrid. Y no debería haber problema alguno si éste no fuese un país en el que lo indecoroso se confunde con lo ilegal. En el que todo hijo de vecino está dispuesto a indignarse cada vez que el de al lado se comporta de acuerdo a una ideología distinta a la suya, por muy legítimas que ambas sean. En el que cualquiera se siente ofendidísimo por cosas que ni siquiera entiende por qué le ofenden pero sí sabe que le deben ofender. En el que basta muy poquito para que alguien levante el dedo acusador y pronuncie las palabras nazismo o terrorismo. En el que se odia, se desprecia y se insulta a todos los que no piensan igual. En el que el la irritación va por parroquias y al personal, para escandalizarse, le basta con el titular. En el que actos y decisiones se condenan a priori, en función de su color, sin intervención del análisis o la lógica. En el que las cosas son blancas o negras y primero está el prejuicio, la ira y el arrebato y después, si es el caso, la reflexión. No debería haber problema alguno, decía, en satirizar cualquier realidad -y menos en un ámbito como el Entroido- si éste no fuese el país que es. Pero resulta que este país es exactamente el que es, y hacer cualquier cosa que a alguien pueda parecerle ofensiva es jugártela. Puede no pasar nada o puede pasar de todo. Es una auténtica lotería. Y el problema es que a veces, contra todo pronóstico, toca.

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