Blog | Que parezca un accidente

La soledad

EL TIMBRE del teléfono no suena del mismo modo de noche que de día. De día es plano, marchito, apático. Suena como ese vecino que siempre hace el mismo comentario en el ascensor. Se funde indolente con el ruido del mundo. Terminas por no prestarle atención. En mitad de la noche, sin embargo, es atroz y desproporcionado. Te arranca con violencia de tu letargo. Empieza a sonar y tienes la confusa sensación de que lleva una hora sonando. Es un tono angustioso. Suplicante. Suena más alto. Más estridente. Peor. 

Es difícil no temer ese momento. Nadie llama de madrugada para preguntar qué tal estás, cómo se encuentra la familia, a ver si nos vemos pronto, coño, y nos ponemos al día. Nadie levanta el teléfono a las cuatro de la mañana para comentar una anécdota del trabajo, quedar para ir a correr o discutir si lo de Messi era penalti o no era penalti. Cuando el silencio y la oscuridad se estremecen con el timbre desesperado de un teléfono en plena noche, no suele haber paz al otro lado. 

Y no quieres coger. Nadie quiere atender esa llamada. Te sientas en el borde de la cama, justo en esa línea en la que termina la tranquilidad y comienza el desasosiego, y te pasas una hora sujetando el teléfono con cierta distancia. Observando hipnotizado y a lo lejos su pantalla. Una hora en la que el teléfono pesa tanto y su timbre te reclama con tal vehemencia que ni siquiera te da tiempo a desear que no estuviese sonando. Una hora larga y espesa que, en realidad, no dura ni un segundo. Y piensas que no puede ser nada bueno. No quieres coger. No lo vas a coger.

Nada más entrar en Urgencias te golpea un aire muerto y caliente

Y entonces lo coges. 

Medio minuto después te estás vistiendo apresurado y guardando en los bolsillos el teléfono –el maldito teléfono–, la cartera y las llaves del coche. Aturdido, repasas mentalmente lo que acabas de escuchar, como si te hubiesen derramado encima un cubo inverosímil de imágenes y tratases de colocar cada una en su sitio. Sales de casa tranquilo pero alterado. Te miras a los ojos en el espejo del ascensor y te preguntas qué ha pasado, a dónde vas, si hay algún modo de ayudar en algo. Ya en el garaje corres hasta el coche, te subes a él, respiras, arrancas y te marchas al hospital. 

Si existe una región del universo donde no existen las reglas, sean éstas humanas o divinas, físicas o metafísicas, es el área de Urgencias de un hospital. Pocos lugares hay más agobiantes que ese. 

Nada más entrar te golpea un aire muerto y caliente. Un aire desquiciado repleto de temor y desconsuelo, pero también de ingenuidad, esperanza y alivio. A veces incluso de alegría. A veces incluso de entusiasmo. Allí dentro cualquier sentimiento es posible, por tibio o extremo que sea. En la sala de espera unos ríen, otros lloran, algunos aguardan en silencio y otros conversan animadamente. Un médico discute con varios familiares en la entrada, dos celadores cruzan el pasillo desternillándose, una madre abraza a su hija en una esquina, dos niños juegan junto a los servicios, una pareja de ancianos permanece de pie en el centro sin saber qué tienen que hacer. La escena tiene algo de onírico. Tienes la impresión de estar presenciando un espectáculo grotesco y disparatado. 

Al cabo de un rato comprendes que has entrado en un lugar invisible. Un territorio oculto que sólo se muestra ante ti cuando te toca entrar en él. El mundo real, que se halla en algún punto a cientos de kilómetros de allí, se pasa la vida evitándolo. Mirando hacia otro lado. Un día cualquiera, a una hora cualquiera, el servicio de Urgencias no existe. En su lugar no hay nada. Alguna vez estuviste allí, pero fue en un mal sueño. Pasas por delante con el coche y no lo ves. Su espacio lo ocupa un recuerdo triste y vago y vacío que sólo se materializa cuando la adversidad decide cruzarse en tu camino. Y te das cuenta de ello cuando, de nuevo, el azar te ha arrastrado otra vez hasta allí. 

Y es precisamente allí, mientras esperas que alguien te diga algo, mientras buscas expectante la mirada de un enfermero deseando que te esté buscando a ti, cuando te sientes tristemente solo. No te sientes perdido. No te sientes aislado. Te sientes solo. Tan solo como casi todos los que están a tu alrededor, sentados sin noticias en una silla injusta. Y piensas que a veces la soledad consiste en estar rodeado de gente. Y temes que mientras tanto, mientras eres la única persona que aguarda solitaria en esa enorme y concurrida sala de espera, una parte de tu vida, la parte que se encuentra en ese hospital, se pueda estar resquebrajando. Y no comprendes cómo el universo puede seguir girando como si nada mientras tu pequeño mundo se viene abajo. 

Es en ese instante cuando echas la mano al bolsillo y encuentras tu cartera, las llaves del coche y el teléfono. El maldito teléfono. Y te parece que aquella llamada en mitad de la noche sucedió hace siglos. Te levantas de la silla, sales a la calle y aceptas con frustración que el aire muerto y caliente del área de Urgencias pesa demasiado como para ser capaz de soportarlo tu solo. Así que esta vez eres tú el que marca un número y hace una llamada en plena noche. La llamada que nadie quiere coger. La llamada que nadie quiere hacer. Y por fin, después de una hora larga y espesa que, en realidad, no dura ni un segundo, dejas de sentirte tan solo.

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