Blog | Que parezca un accidente

Qué ignorante es la gente corriente

HACE UNOS días recibí la visita de una vieja amiga a la que hacía tiempo que no veía. Me comentó que, por fin, después de haberse quedado en el paro hace dos años y de haber aprovechado las circunstancias para ser madre –algo que llevaba algunos años aplazando–, había conseguido trabajo recientemente en una importante fábrica gallega del sector alimentario. 

No estaba contenta con la empresa, de todos modos. La cualificación de su nuevo empleo está por debajo de su titulación como ingeniera, a diferencia de lo acordado, y desde un primer momento le han aclarado que no tiene posibilidad de crecer profesionalmente en la entidad. Ha firmado un contrato de cuarenta horas semanales repartidas en ocho diarias de lunes a viernes, pero le han explicado que, en realidad, son diez horas las que tiene que hacer al día y acudir también los sábados. No percibirá remuneración alguna por esas horas extra; no obstante, si no está de acuerdo, puede dejar el trabajo cuando quiera. Tiene jornada partida, por lo que realiza un primer turno de ocho a una, dispone de una hora para comer, y continúa con un segundo turno de dos a siete. Sale de casa al amanecer y regresa a las ocho de la tarde. Me explicaba que su hijo, que se aproxima a los once meses, está atravesando una fase en la que comienza a llorar desde que ella llega –tal vez porque la extraña– y no para hasta que lo acuesta en la cuna para dormir, lo que le está provocando severos episodios de angustia que, según me confesó, la están llevando a considerar la posibilidad de dejar su empleo. 

Durante toda la conversación se quejó de lo que ella considera una falta de honradez por parte de la empresa, observación que me parece injusta. Qué culpa tendrán ellos. Ya están las cosas bastante mal en el tejido industrial como para encima pedirles que cumplan con detalles legales de escasa importancia como la correcta ejecución del contrato o el respeto al Estatuto de los trabajadores. Es momento de ser solidarios y arrimar el hombro, no de ponernos tiquismiquis. Si la empresa te paga ocho horas diarias aunque te exige que trabajes diez o doce será porque no puede pagarte más. Y si necesita que trabajes gratis los sábados, pues habrá que colaborar. No obligan a nadie. Si no te gusta, eres libre para dejarlo. Con tanta gente en el paro seguro que hay doscientas personas igual de cualificadas dispuestas a desempeñar esa misma función por mucho menos dinero. Bastante afortunada es ella, que tiene un empleo. Y, por si fuera poco, relacionado con lo que ha estudiado. Es un fastidio no ver a tu bebé más de una hora y media al día, de acuerdo, pero peor sería estar en el paro. Tal y como está el mercado laboral, no podemos empezar a ponerle pegas a trabajos por los que otro cualquiera se pegaría a la puerta de la fábrica. El trabajo es sacrificio. Y además, dignifica. Me pareció una actitud de lo más egoísta. 

Mi desconcierto, sin embargo, no terminó ahí. Ese mediodía, todavía triturando entre los dientes la desconsideración de mi amiga, entré en una cafetería a tomar algo y decidí relajarme comentando con el camarero el follón que se había montado esa misma mañana en Ferraz al dimitir diecisiete miembros de la ejecutiva del PSOE. Qué sorpresa me llevé al descubrir que la cuestión no le interesaba en absoluto: "Ni me va ni viene lo que le ocurra a Pedro Sánchez o a la cúpula del partido socialista, la verdad. No tienen nada que ver conmigo y no me interesan sus problemas. Bastante tengo con los míos". 

Me quedé de piedra. Un asunto de interés nacional como es la fractura de un partido icónico, de una de las formaciones políticas más antiguas de Europa, de un "instrumento fundamental para la participación política" que concurre "a la formación y manifestación de la voluntad popular", tal y como señala nuestra Constitución en su artículo 6, le daba totalmente igual. Mientras limpiaba la cafetera masculló que eran "los libros de texto de los críos" lo que le preocupaba y "la letra de la furgoneta". En ese instante no pude imaginar inquietudes más pequeñas y mundanas que las que ocupaban los pensamientos de aquel hombre. El país en crisis debido al desgarro de la izquierda y los españolitos de a pie, como mi amiga y ese camarero, enfrascados en naderías. Pendientes de sueldos y horarios laborales. Ajenos a las cosas que de verdad importan. 

Es asombroso lo ignorante que es la gente corriente. Lo mucho que se quejan y protestan por menudencias en lugar de interesarse por comprender cómo funciona la industria, cómo se articula un país, en qué les afectan las decisiones macroeconómicas y por qué las cosas, en definitiva, son como son. Aquella misma tarde fui a cortarme el pelo y en la radio se intuía una tertulia sobre la posible celebración de nuevas elecciones. "Qué pesadez –suspiró el peluquero–. Siempre están con lo mismo. Pues sí que me va a cambiar a mí mucho la vida que haya o no haya terceras elecciones". 

Salí huyendo de allí. Corrí calle abajo perseguido por conversaciones entre extraños repletas de expresiones como ‘cuota de autónomos’, ‘llegar a fin de mes’, ‘carro de la compra’ o ‘precio de la luz’. Ni rastro de ‘Dow Jones’, ‘fondos buitre’, ‘Brexit’ o ‘préstamo de ajuste estructural’. Me estaba volviendo loco en aquel mundo de necios e insensatos. 

Por fin llegué a casa, cerré la puerta con llave y me tumbé agotado en el suelo. Saqué mi móvil del bolsillo y llamé a mi asistente personal: "No te vas a creer cómo es la gente corriente, Aless. No te lo vas a creer".

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