Blog | Que parezca un accidente

Qué manera de insultar

ACASO LO MÁS llamativo de los diálogos entre Borges y Bioy Casares resgistrados por este en ‘Borges’ (Destino, 2006) sea la fijación de ambos por desdeñar la técnica literaria de cualquier escritor cuyo nombre irrumpiese en la conversación, salvo contados casos que se reducen a Stevenson, Kipling, Lugones, Conrad, Chesterton y algún otro que se salva de la quema. Atizan sin contemplaciones a Tolstói, Rabelais, Thomas Mann, Góngora o Unamuno como si de un cotilleo feliz y malicioso entre vecinos se tratase. Y tal vez se tratase de eso.

Atizan sin contemplaciones a escritores como Tolstói, Rabelais, Thomas Mann, Góngora o Unamuno

A Unamuno lo abordan a propósito de una conferencia (‘Unamuno, poeta’) que Borges debe pronunciar. «¿Y si les digo que después de leer los poemas de Unamuno he resuelto hablar sobre cualquier otro?». Sobre Góngora no tiene el autor argentino una mejor opinión: «No imagina lo que dice y es esencialmente grosero: escribir que el agua del Nilo vomita riquezas es una grosería y una estupidez. ¿Cómo no advierte que ese verbo no le conviene? Quería usar palabras latinas y eso le bastaba». Especialmente incisivo es el comentario que hace sobre Eduardo Mallea: «¿‘La penúltima puerta’? Qué buen título. Mallea tiene una notable capacidad para elegir buenos títulos. Es una lástima que se obstine en añadirles libros».

El ingenio al servicio de la mala leche es un recurso habitual entre escritores a la hora de enjuiciar obras ajenas, y en general de todo aquel que prefiere el insulto sutil, quizá por resultar menos ofensivo, quizá por el alarde al que se reduce en realidad todo regate. Como el caño que Augusto Monterroso tiró a Bryce Echenique durante un congreso de escritores hispanoamericanos en el que el peruano se había atrevido a afirmar que él escribía sin corregir. Monterroso tomó la palabra y, mirando hacia otro lado, a lo Laudrup, dijo: «Yo no escribo; yo solo corrijo». El estadio se puso en pie.

Tampoco está falto de ingenio el célebre retrato que César Aira hizo del autor de ‘Historias de cronopios y de famas’ cuando opinó que el mejor Cortázar era un mal Borges, o la famosa crítica de Mary MacCarthy al estilo de Lillian Hellman: «Todas las palabras que escribe son mentiras, incluyendo ‘y’, ‘él’, ‘la’ y ‘lo’». Otro de los grandes agraviados por los insultos velados de sus compañeros de profesión fue Ernest Hemingway, despreciado por Capote, Nabokov o Faulkner, quien dijo de él que jamás había utilizado una sola palabra que pudiese mandar al lector en busca de un diccionario. Una frase que sin duda recuerda las elocuentes burlas y sátiras del más ácido de todos los jueces literarios: Oscar Wilde. Son, en definitiva, grandes ofensas envueltas por filigranas de lucidez y genialidad que las refuerzan como armas arrojadizas en una batalla dialéctica pero al mismo tiempo suavizan el insulto.

Y no me parece bien. El insulto debe ser insultante, tanto en el fondo como en la forma. Reducir su impacto y gravedad es casi una falta de respeto con nuestro interlocutor, que obtiene una imagen desvirtuada de su talla como rival. La ofensa, cuando se ha llegado al punto en que es necesario hacerla, ha de ser brutal. Pero no en el sentido en que Mark Twain decía tener ganas de desenterrar a Jane Austen y golpearle el cráneo con su propia tibia cada vez que leía ‘Orgullo y prejuicio’, sino más bien en el que Evelyn Waugh contestó cuando le preguntaron por Marcel Proust: «Es un retrasado mental». Qué sonoridad. Qué potencia. No hay mejor forma de saber que tu rival te tiene por un igual que escucharle un señor insulto, sin reparos. Es el momento en que descubres que considera tus fuerzas en equilibrio con las suyas. Pocas cosas elevan más la autoestima que ser generosamente insultado.

Hay personas, incluso escritores, que no insultan jamás. Ni siquiera en la situación más humillante profieren agravio alguno

Hay personas, incluso escritores, que no insultan jamás. Ni siquiera en la situación más humillante profieren agravio alguno. Hay que ser engreído. ¿Como puede alguien creerse tan por encima de los demás? No quiero imaginar qué oscuras perversiones ocultarán quienes, llegando al extremo, pretenden solucionar cualquier conflicto con buenas palabras y amabilidad. El mundo está lleno de sociópatas.

Lo contrario es de agradecer. Todavía recuerdo el gentil gesto de Fernando Fernán Gómez con un admirador que se acercó a pedirle un autógrafo. El actor, escritor y académico de la lengua tiró al suelo la libreta y gritó: «¡Váyase usted a la mierda! ¡A la mierda!». Aquel hombre ya podía estar satisfecho. Su ídolo, el mismo que le repetía que no necesitaba su admiración, lo había mandado a la mierda con notoriedad, revelando la buena consideración en que lo tenía a pesar de no conocerlo de nada. Ya no quedan caballeros como los de antes.

Quizá la expresión que más se repite en todo el ‘Borges’ de Bioy Casares sea «qué animal», lo que, sin llegar a constituir una ofensa grave, demuestra la admiración de Borges por muchos de los escritores que criticaba. Recordemos que de otros como Mallea destacó su capacidad para elegir buenos títulos lamentando que se obstinase en añadirles libros. Cuánto debía de despreciar a ese hombre. Qué terrible tibieza. Qué manera de insultar.

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