Blog | Que parezca un accidente

Seamos héroes

UNO DE mis mejores amigos se levanta todos los días a las siete menos cuarto de la mañana para ir a trabajar. El pobre apenas duerme tres o cuatro horas diarias. Un calvario que trae causa en la laboriosa actividad que lleva a cabo noche tras noche y que le obliga a renunciar a su merecido descanso y a permanecer despierto hasta las tantas de la madrugada: ver vídeos en YouTube. Calculo que ha debido de verlos todos, millón arriba, millón abajo. A simple vista puede parecer un capricho, pero no debemos detenernos en detalles sin importancia. El motivo de su desvelo es en este caso lo de menos. Lo relevante es el sacrificio indecente de un hombre que, a pesar de sus circunstancias, se levanta antes del amanecer para ir a trabajar en lugar de quedarse en la cama. Una privación propia de héroes.

La vida se compone de esa clase de heroicidades, breves y clandestinas. De pequeños límites que nos obligamos a superar. Detrás de cada uno de ellos existe un deber cuyo incumplimiento acarrea consecuencias. Sin ir más lejos, si uno se queda en la cama en lugar de ir a trabajar se expone a ser despedido. Pero eso no significa que ese momento en el que suena el despertador y nos sentamos somnolientos en el borde del día con la luz apagada y todo el peso de los tiempos sobre nuestros párpados, dispuestos a hacernos un mal café y poner el mundo a andar, no constituya una auténtica heroicidad. Es nuestra obligación, y a pesar de todo la llevamos a cabo.

Héroes son todos aquellos que se sacrifican, y por tanto lo son todos los hombres. No aceptaría como justa ninguna otra criba menor. En ‘Ritos’, un poema de Nicanor Parra contenido en Canciones rusas (Editorial Universitaria, 1967), escribe el escritor chileno: "Cada vez que regreso / A mi país / Después de un viaje largo / Lo primero que hago / Es preguntar por los que se murieron: / Todo hombre es un héroe / Por el sencillo hecho de morir / Y los héroes son nuestros maestros". Algunos como Boris Vian han asociado el heroísmo a la soledad. Otros como Umberto Eco defienden que un héroe nunca elegiría serlo, y así, en La estrategia de la ilusión (Lumen, 1999), anota: "El héroe verdadero lo es siempre por error, su sueño sería ser un cobarde honesto como todos". No puedo coincidir con ninguno. No solo hay herocicidad en la muerte -Parra no afirma lo contrario-, pero no en todas ellas la hay, puesto que no todas implican un sacrificio. Por supuesto, nada tiene que ver con la soledad. Y además siempre es voluntaria.

La vida se compone de heroicidades breves y clandestinas. De pequeños límites que nos obligamos a superar


En realidad, el mundo está lleno de heroicidades diarias y anónimas. Son las siete menos cuarto de la mañana, suena el despertador, lo último que quieres hacer en el mundo es levantarte e ir a trabajar, pero aún así te levantas y vas. Tu mujer y tus hijos ven una película en el salón después de cenar, hay que bajar la basura, el contenedor está al final de la calle, llueve a mares, desearías que otro lo hiciese por ti, pero te pones un chubasquero, coges la bolsa y la llevas. Ganas una miseria, te gustaría ahorrar algo, te planteas cobrar el paro un año y mientras tanto trabajar en negro, pero eres decente y sueltas trescientos euros para el seguro de autónomos todos los meses, y te aprietas el cinturón treinta días más. Pero no hace falta ponerse en lo peor. Es un héroe el que se sacrifica por sus colegas y esa noche no bebe para poder llevar el coche. Lo es quien aguanta al obtuso de su jefe a diario sin rechistar. El que soporta al novio de su hija cada domingo en el sofá. El que pudiendo ser un héroe no lo es para que lo sean los demás.

Hace poco he sabido de una de esas heroicidades que dotan de sentido a toda una vida, sea la de quien sea. José Luis Amenedo, gallego y exjugador profesional de hockey, se sentó una tarde en un bar a eso de las siete y comenzó a beber. Sin previo aviso. Una copa tras otra sin moverse del mismo taburete. Amortiguaba el golpe con alguna que otra tapa de vez en cuando, pero la hazaña seguía su curso. Doce horas y cuarenta y dos copas después, dejó de ver. Lo llevaron a casa, y tras dormir durante treinta y seis horas seguidas, se despertó como nuevo y con la vista recuperada. En su honor se colocó una placa frente a la barra que reza: "En homenaje a José Luis Amenedo, que se bebió cuarenta y dos combinados de 19:00 a 7:00".

Podía haberse detenido a las cinco o seis copas, como cualquier otro mortal, pero continuó. Veinte copas habrían sido una gesta considerable, pero José Luis no se rindió. No se sacrificaba por otro. Ni siquiera lo hacía por él mismo. Se sacrificaba por la leyenda. Por la historia. Acaso por la propia humanidad y su legado. Cada uno de sus tragos tenía un mismo significado: "He aquí un hombre que pudiendo acomodarse y ver la vida pasar, ha elegido ser un héroe". Y de hecho en Mugardos, comarca de Ferrol, donde se encuentra el bar, todavía lo es. Sirva de ejemplo.

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