Blog | Que parezca un accidente

Tienes 223 WhatsApps

CUANDO LOS de mi generación éramos adolescentes y los peligros de la modernidad no acechaban tras una pantalla táctil, sino a las puertas de nuestros bloques de edificios, en calles, parques y jardines, había dos asuntos en los telediarios a los que debíamos prestar especial atención porque nos iba la vida en ello: las sectas y los juegos de rol. 

Ay, los juegos de rol, madre. Aquello era un invento del diablo. "Es como un juego de mesa, pero en la vida real, en el que la gente se cree que es su personaje", había dicho un experto en la tele. Qué espanto. Si jugabas a uno de esos juegos te volvías gilipollas y dejabas de ser dueño de tus actos para siempre. Cuando querías darte cuenta, sin saber muy bien cómo, estabas cometiendo crímenes de noche en el medio de la ciudad. Recuerdo a uno que mezcló el rol con los videojuegos y acabó cepillándose a toda su familia después de echar una partida al Final Fantasy. Pobre diablo. Subestimó el poder maligno de los sistemas de entretenimiento de la clase media. 

Lo de las sectas era un concepto todavía más loco que el de los juegos de rol. El grado sumo de la enajenación mental. Su mecanismo era tan sencillo como asombroso: un tipo se iba a dar un paseo con unos desconocidos una tarde cualquiera y, vete tú a saber qué le decían, que se encerraba en una casa con ellos y ya no quería salir de allí jamás. Hubo un tiempo en que se generó tal neurosis colectiva con el asunto de las sectas que las abuelas, antes de salir de casa, te pedían que tuvieses cuidado y vigilases bien tus espaldas, no fueses a caer inconscientemente en una de ellas. Llegó a haber un par de pisos sospechosos de acoger a sectas en cada barrio. Lo que nos gusta de vez en cuando una buena paranoia...

Así las cosas, la supervivencia pasaba por no caer en algo cuyo peligro no veías venir. Una de las citas más famosas de Goethe es la que defiende que "nadie es más esclavo que el que se tiene por libre sin serlo". Es la máxima sobre la que construye su fortuna cualquier trilero, sea su profesión la que sea. Hoy en día, esa clase de esclavitud inconsciente ya no es patrimonio de las sectas y los juegos de rol. En la actualidad existe un yugo todavía más severo que oprime nuestra libertad sin que nos percatemos. Y no me refiero al de los bancos ni al de Hacienda, que les llega bien, sino a uno todavía más poderoso: el de los grupos de WhatsApp. 

No hay escapatoria. Es imposible salir de ahí. En cuanto alguien te mete en un grupo de WhatsApp no hay vuelta atrás. Te dices a ti mismo que puedes dejarlo cuando quieras. Que el día menos pensado abandonas el grupo y ya está. Pero en el fondo sabes que es mentira. Que permanecerás en ese grupo el resto de tus días y probablemente morirás en él, siendo ya muy anciano, rodeado de los cadáveres de otros que irán cayendo antes que tú y de los que ya solo quedan unos cuantos emojis con cruces en los ojos. 

Porque parece sencillo pero no lo es. Hace unos días, a propósito de las finales de la NBA entre los Cavaliers y los Warriors, recibí durante la noche doscientos veintitrés WhatsApps en un grupo sobre baloncesto. Doscientos veintitrés. Da lo mismo que les quites el volumen. Tú sabes que están ahí. Los escuchas llegando uno tras otro en absoluto silencio. Dirigidos a ti sin piedad. Son como esa mirada indiscreta que notas en el bar, desde una mesa cercana, cuando alguien se está fijando furtivamente en ti. Haces un esfuerzo por ignorarla. Tratas de centrarte en el periódico, en el móvil o en tu copa de licor café, pero lo único en lo que puedes pensar al cabo de un rato es en esa mirada que no te suelta y sobre cuya existencia estás tratando de disimular. Esa noche apenas pude dormir. 

¿Cómo le digo a esa gente que a mí no me gusta el baloncesto? Me metieron en el grupo hace dos años, cuando estaba con ellos viendo un partido de la Final Four de la Euroliga e hice un comentario sobre Jordan, Pippen y Rodman porque es lo único que me sé. ¿Cómo voy a abandonar ese grupo ahora? ¿Qué les digo cuando me pregunten el motivo? Debo fingir que adoro el baloncesto de por vida. No hay otra solución. 

Estoy en un grupo sobre partes de nieve y no he ido a esquiar en toda mi vida, por el amor de dios. Pero lo peor no es eso. Lo peor son esos grupos transversales en los que sabes que tu abandono repentino puede herir los sentimientos de alguien. Como los grupos del trabajo, donde Remedios y Charo todavía cuentan el chiste del perro Mistetas como la gran novedad. O el de los padres de los compañeros de clase de tu hijo, que hablan de los deberes de los críos como si ellos mismos volviesen a estudiar. 

Aunque los más peligrosos son esos en los que te ha metido tu novia. El grupo de sus amigos. El grupo de su familia. "Hoy no has puesto nada en el grupo ‘'compi-yoguis'’, Manu", comenta ella cuando te sientas a la mesa para cenar. "Pues no sé, se me ha debido de pasar", explicas tú restándole importancia mientras desvias la atención pidiéndole que te pase el pan. "En el de ‘la 'family'’ tampoco", regatea ella. "Debo de tener el teléfono apagado", te justificas. "A ver, te voy a llamar". Y a los cinco minutos estáis rompiendo y haciendo las maletas, y eso que tú ni siquiera querías tener WhatsApp. 

Solo se me ocurre una forma de frenar esto, y es apelando a la misericordia de la empresa. Que nos permitan restringir la posibilidad de ser añadido a un grupo. Que habiliten la opción de tener que aceptarlo primero. Porque de donde nunca has estado, no te puedes marchar. Y eso no le puede sentar mal a nadie. 

Y creo que sé cómo presionarles. Cómo conseguir que la pertenencia a los grupos a los que quieran añadirnos sea algo opcional. Basta con conseguir el teléfono de Mark Zuckerberg, agregarlo a nuestros contactos y meterlo en nuestro propio grupo de WhatsApp. En un grupo en el que, cada vez que mire, vea: "Tienes 223 WhatsApps". Verás como se arrepiente de ser tan libertino en lo que se refiere a las relaciones a través de sus redes sociales, hombre. Que reciba de su propia medicina y no le quede otro remedio que escribir "ok a todo" veinte veces al día. Ya veremos cuánto aguanta.

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