Blog | Que parezca un accidente

Todos somos contingentes y nadie es necesario

CUENTAN QUE en un antiguo imperio —todos los imperios, incluso los que están por venir, son antiguos— vivió un rey que ideó un peculiar sistema con el que pretendía poner fin a los hurtos callejeros. Mediante decreto real, todos los ladrones pasaban inmediatamente a ser considerados oficiales del imperio. No se les asignaba competencia o función pública alguna. Si robaban, lo seguían haciendo para ellos y no para el rey. Pero como funcionarios imperiales que eran, debían vestir un uniforme que los identificaba como ladrones.

Ataviados con la vestimenta oficial, su margen de maniobra se reducía considerablemente. Cómo robar cuando todos a tu alrededor saben que eres un ladrón. Habían perdido la ventaja táctica que, para el desempeño de su labor delictiva, aporta la discreción. Cualquier súbdito, en su presencia, sabía que debía extremar las precauciones. Permanecer en alerta. Cruzar la calle. Esconder la bolsa de las monedas. Era imposible que algún incauto bajase la guardia.

Pero había solución. Ya que el uniforme llamaba demasiado la atención, bastaba con no uniformarse. Si no había inconveniente en vulnerar la norma que impedía apropiarse de lo ajeno, por qué tendría que haberlo en incumplir la que ordenaba cómo debían vestir aquellos oficiales dedicados al latrocinio. Prescindir del atuendo era el modo de recuperar el anonimato y poder actuar con sigilo. Tendría que haber una razón de peso para, aún así, ponérselo y boicotear cualquier esperanza de consumar el hurto. Y lo cierto es que la había. Cometer un robo era una actividad propia de ladrones, que tenían la condición de funcionarios imperiales y por lo tanto debían ir uniformados. Cualquiera que lo hiciese sin vestir la indumentaria pertinente estaba realizando una actividad reservada exclusivamente a oficiales del imperio. Y la suplantación de la identidad de un oficial del imperio estaba castigada con la decapitación.

No cabe duda de que se trataba de una artimaña ensortijada. Robar sin uniforme era considerado usurpación de cargo público y conllevaba la pena de muerte. Y robar vistiendo el uniforme era misión imposible. Desconozco si aquel artificio del rey llegó a tener éxito, y aunque para lograr el mismo resultado habría bastado con incrementar el control y endurecer las condenas por hurto hasta la mismísima ejecución, estoy convencido de que semejante argucia gozó de aceptación. Y es que a veces, de un modo extraño, incluso las ideas más retorcidas terminan convenciéndonos de su simplicidad.

A nosotros nos sucede algo similar. Hemos convenido que los bandidos de nuestros días no son solo los rateros, carteristas y asaltantes habituales, sino también, y en mayor medida, la clase política. Son ellos, los políticos, quienes nos roban. Y, como el viejo rey, hemos pergeñado un rocambolesco método para luchar contra la injusticia. Un sistema que consiste en invertir la presunción de inocencia y la carga de la prueba.

Los políticos, en general y mientras no se demuestre lo contrario, son culpables. El mecanismo es sencillo: la posibilidad de su inocencia es a priori inexistente y luego ya veremos. Es indiferente que sea acusado por un periodista, un ciudadano cualquiera o incluso otro político. Debe personarse en algún púlpito mediático y dar explicaciones, ya que si no lo hace, será más culpable aún. Y por supuesto, debe dimitir. Y a ser posible, hacerlo en un acto público. Lo de los procesos judiciales mediante los que se dan determinados hechos por probados es lo de menos. La mera existencia de un dedo acusador ha de implicar la dimisión del acusado, no estando obligado quien acusa a probar nada, faltaría más. Bastante hace ya con acusar. La inocencia, en el caso de la clase política, es algo que se debe demostrar.

Víctor Lapuente, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Göteborg, y Eduardo Brignani, pisólogo social y profesor de psicología, trataron de explicar por qué el poder corrompe a quien corrompe —algo que, por supuesto, no se me ocurriría negar—, y llegaron a la conclusión de que el político corrupto es alguien que jamás ha llegado a sentirse disuadido por las penas, que jamás ha considerado siquiera la posibilidad de ser cazado, o que directamente se siente todopoderoso y cree que a él nunca lo van a condenar. Como sucedía con el antiguo imperio, tal vez la solución para evitar la podredumbre de algunos políticos pase por incrementar el control y endurecer las penas, pero a nosotros parece bastarnos con dar por sentado que todo político es culpable de cohecho, malversación y blanqueo por el simple hecho de serlo. Elevamos la voz en el foro oportuno exigiendo la erradicación de la clase política y santas pascuas. Como si la clase política fuese un quiste o un ente extraño e informe. Quizás Gozer el Gozeriano. O Galactus. Todos somos contingentes y nadie es necesario.

"Hoy en día la gente no respeta nada. Antes poníamos en un pedestal la virtud, el honor, la verdad y la ley". La frase es de Al Capone. La recoge Galeano en su ‘Escuela del mundo al revés’. Una de las herramientas de la seguridad jurídica es la tipificación legal de los delitos y de las penas. La certeza del derecho consiste, entre otras cosas, en saber que si no has cometido acto ilícito alguno, no tienes nada que temer. Perversa excepción sería aquella en la que uno tiene que probar que es inocente antes de que se pruebe que es culpable. En la que es el acusado quien está obligado a demostrar la falsedad de aquello de lo que se le acusa. Sea cual sea el acto cometido y sea quien sea quien lo cometa. No parece demasiado justo.

Vestir a todos los políticos con uniforme y tratarlos como ladrones para evitar que roben no es más que una idea disparatada, aunque a veces las ideas disparatadas puedan aparentar cierto sentido de la justicia. Seamos prudentes, que incluso los políticos son inocentes mientras no se demuestre lo contrario. Sobre todo los culpables, pero sobre todo los honrados. Los métodos rocambolescos, mientras tanto, para los cuentos y los viejos imperios.


*Artículo publicado el domingo 18 de octubre de 2015 en la edición impresa

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