Blog | Que parezca un accidente

Vete a la mierda, Capote

CONOCÍ UNA vez a un hombre sumido en una profunda rutina. Un espeso manto de uniformidad en el que todos los días eran iguales al anterior y al siguiente. Su vida discurría en círculos perfectos y terribles dentro de una incesante rueda de hámster por la que veía pasar su casa, su calle y su trabajo una y otra vez, como en una noria perversa.

Todos los días, que eran siempre el mismo, se despertaba a las 7:00. Se sentaba en el borde de la cama y contemplaba el mundo desde lo alto del precipicio, ajeno al vértigo, anestesiado por la fuerza de la costumbre. Es difícil imaginar qué pasa por la cabeza de una persona en ese preciso instante, justo antes de saltar. Hasta qué punto y cuántas veces ha estado cerca de echarse atrás. En cualquier caso, da igual. En el momento decisivo, todo el mundo salta.

Había en su método cierta geometría. Abría el grifo de la ducha y, mientras el agua se iba calentando, cargaba la cafetera, la encendía y ponía un poco de leche a hervir. Regresaba al cuarto de baño, se duchaba, se secaba, se ponía un albornoz y volvía a la cocina justo a tiempo para retirar el cazo del fuego. Servía el café y la leche y colocaba en la tostadora dos rebanadas de pan que tardaban en dorarse lo mismo que él tardaba en vestirse. Untaba la mantequilla y la mermelada al tiempo que el café con leche se templaba, desayunaba, cogía su maletín y se marchaba. Aquella clase de malabarismo matinal solía ser lo más emocionante del día.

En la calle desparecía. Estaba allí, pero no se le veía. Se diluía entre las trayectorias de la gente como si formase parte de un automatismo perfectamente ajustado. Su ritmo era invariable. Parecía estar en cada momento en el lugar adecuado. Los semáforos, los coches, los peatones... Todo daba la impresión de seguir una secuencia constante. Observar aquel engranaje era similar a contemplar una de esas coreografías sincronizadas donde todos los movimientos parecen arbitrarios pero, al final, nada ni nadie se roza. Una especie de baile artificial que finalizaba al llegar al trabajo.

Y allí se pasaba el resto del día, realizando una actividad sin sentido que dotase de sentido a su vida. A veces meditaba sobre ello a la hora de comer, en el parque de abajo, mientras mordisqueaba un sándwich bajo la sombra de un árbol. Solía reflexionar sobre la rutina. A veces la comparaba con un suelo firme pero aburrido desde el que uno ve cómo otros zarpan a alta mar. Otras veces la consideraba como una molestia sorda a la que uno termina acostumbrándose. Y entonces recordaba aquella frase de Holly en Desayuno con diamantes en la que le dice a su vecino que ella nunca se acostumbrará a nada. Que acostumbrarse es como estar muerto. Y al final se terminaba su sándwich bajo la sombra de aquel árbol aceptando que tal vez hacía ya mucho tiempo que no era feliz. Y regresaba a su puesto de trabajo.

La rutina es esa inútil capa de nata que, si dejas pasar el tiempo, se forma encima de la experiencia. Sólo sirve para recordarte que hace mucho que nada se ha movido. Una tarde, al salir del trabajo, el azar quiso que la vida se pusiese del revés. De camino a casa sucedió algo inesperado, ajeno a toda lógica, y aquel hombre protagonizó una de las escenas más apasionantes que yo ahora mismo soy capaz de recordar.

Al día siguiente, después de una noche que tardó semanas en terminar, se levantó de un salto a las 7:45, desayunó un par de huevos fritos y un zumo, se dio una ducha rápida y se marchó a trabajar. Por la calle fue esquivando a la gente y a los coches, que se movían siguiendo una cadencia antigua. Llegó a su trabajo feliz, dispuesto a llevar a cabo pequeñas proezas privadas que repasó con ilusión una por una mientras comía en la cafetería del edificio, presentando a última hora del día un proyecto a sus superiores con ideas sobresalientes.

Cuatro semanas después, la rutina había desaparecido. No siempre dormía en su casa y casi nunca lo hacía solo. Tenía un despacho en la última planta y un trabajo al que podía llegar cuando quisiese y marcharse cuando quisiese porque, al fin y al cabo, era de todo menos un trabajo. A mediodía solía juntarse con algunos peces gordos en comidas que se perpetuaban hasta el atardecer y por la noche quedaba con personalidades locales para cenar, flirtear y beberse entre todos media ciudad.

A los seis meses era otra persona y todos los días, sin excepción, tenían algo especial. Cada mañana se levantaba con resaca y encontraba una buena excusa para no ir a trabajar. Siempre comía con personas distintas, se relacionaba con mujeres distintas, visitaba lugares distintos. Todas las tardes había un evento o una gala o una fiesta a la que asistir. Coches, drogas, sexo, líos. Cada pequeña porción de su vida era única e irrepetible.

Y al mismo tiempo era igual que todas las demás.

Su mundo, la realidad en la que vivía, distorsionada y caótica y devastadora, era un espeso manto de uniformidad en el que todos los días eran iguales al anterior y al siguiente. Su vida discurría en círculos perfectos y terribles dentro de una incesante rueda de hámster por la que jamás veía pasar su casa, ni su calle ni su trabajo, como en una noria perversa.

En ocasiones, cuando el desenfreno le concedía un respiro y se despertaba a media mañana en una casa vacía y desconocida, solía meditar sobre la rutina. La comparaba con el vaivén mareado e inevitable de un barco en alta mar. O con un ruido molesto al que uno termina acostumbrándose. Y entonces recordaba a Holly Golightly diciendo «Yo no. Jamás me acostumbraré a nada. Acostumbrarse es como estar muerto». Y mientras buscaba sus calzoncillos y echaba un vistazo a las fotos del salón intentando recordar de quién era aquella casa, pensaba: «Vete a la mierda, Capote».

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