Blog | Que parezca un accidente

Y para mí, licor café

RESULTA CURIOSO cómo a veces uno puede llegar a echar de menos lugares en los que nunca ha estado. Sitios que no ha conocido, e incluso momentos que no ha vivido, que regresan al presente desde ninguna parte arrastrando con ellos un inusual sentimiento de nostalgia. Me ocurre, por ejemplo, con el pueblo de mi padre en Badajoz, que todavía no he visitado y sin embargo lo extraño de un modo vago pero cierto. Me sucede también con la boda de mis amigos Isa y Hugo, que fue la mejor boda de la historia por muchos motivos, y cada vez que hablan de ella la recuerdo con cariño a pesar de que por aquel entonces yo todavía no los conocía. También hay momentos dolorosos que algunos días te molestan al caminar, en el fondo del zapato, y de algún modo despiertan tu melancolía porque echas de menos haber compartido ese pesar con los tuyos, aunque tú no estuvieses allí.

Hace unos días falleció Fernando del Diego, uno de los antiguos camareros del mítico Museo Chicote, el bar de copas -y la colección de botellas- más célebre del Madrid de mediados del siglo XX. Perico Chicote, barman del Ritz y del Savoy, coctelero en el Cook y en el Pidoux, abrió su propio local en Gran Vía, entonces Avenida Conde de Peñalver, en al año 1931, después de una infancia y una juventud marcadas por la orfandad y la participación en la Segunda Guerra de Marruecos. Aquel granuja de novela costumbrista que se ganaba la vida recorriendo en bicleta las calles de Madrid repartiendo telegramas y sirviendo licores en el mercado de los Mostenses, inauguraba en los primeros meses de la Segunda República un local de los de gabardina y sombrero borsalino, de los de collares de perlas y cine en blanco y negro.

Un hombre que trabaja detrás de una barra debe aprenderlo todo

En su barra se acodaron los más ilustres. Desde Jacinto Benavente a Hemingway. Desde Charlton Heston a Gregory Peck. Frank Sinatra, Rita Hayworth, Grace Kelly, Dalí, Ortega y Gasset... Hasta Primo de Rivera y Dolores Ibárruri compartieron barman. "Encadenadme aquí y transformaré en sueños todas esas botellas", cuentan que una vez dijo Ava Gardner, haciendo gala de su alcoholismo. Incluso Alexander Fleming escribió: "Felicito a Pedro Chicote por tener el museo más interesante del mundo. Me dice que tiene doscientas cuarenta y dos clases de whisky diferentes; ahora sólo tiene doscientas cuarenta y una". Fue famoso el titular del periódico italiano Il Mattino "Chicote ha dicho no a la Loren" cuando la actriz fue incapaz de que Perico le regalase una botella fabricada a su imagen y semejanza. Una clientela en luces de neón.

En aquel ambiente de glamour y coñac, de literatura, fútbol y toros, se hizo a sí mismo Fernando del Diego. Entró a trabajar en el Museo Chicote en 1960, a los catorce años, y allí aprendió todo cuanto un hombre debe aprender. Y un hombre que trabaja detrás de una barra debe aprenderlo todo. Se convirtió en el barman favorito de Luis Buñuel, que se despedía alzando la mano o haciendo una reverencia dependiendo de cómo de satisfecho le hubiese dejado su Dry Martini. Supo observar y esperar hasta dominar todas las facetas del negocio mientras otros se limitaban a servir copas, y en 1992, cuando estuvo listo, se marchó para abrir su propio local en la calle Reina, paralela a Gran Vía y perpendicular a Hortaleza, muy cerca del bar que había sido su escuela.

Lo llamó Del Diego y en él recogió el testigo de su maestro. Lo dotó de un elegante y discreto estilo neoyorquino -el proyecto, de los arquitectos Álvaro Soto y Javier Maroto, fue premio de diseño de interiores del Ayuntamiento de Madrid-, lo vistió con una impresionante colección de botellas que quiere recordar a la del Chicote, y diseñó una extensa carta de cócteles de corte clásico donde el Dry Martini, sin aceituna pero con limadura de limón, es el protagonista. Por él han pasado también innumerables celebridades y en él apuran sus noches los personajes más auténticos de Madrid.

Yo lo descubrí hace poco, guiado por unos amigos que ejercían de cicerone. Veníamos de cenar en Gran Vía, en el nuevo y luminoso Madrid de los musicales, los turistas, los HyM y los Primark, y al entrar me sorprendió su aire clásico, de suelos de madera y lámparas cilíndricas, de camareros en corbata y turno para conseguir una mesa. En una época en la que la modernidad celebra el auge de la coctelería, el tiempo allí parecía haber transcurrido más despacio. Sus clientes, su música, su luz. Del Diego era un reflejo de aquel otro Madrid. Del Madrid genuino. Las bambalinas de este otro Madrid que durante los últimos años ha venido discurriendo fuera.

Y noté que echaba de menos aquel lugar en el que nunca había estado. Que echaba de menos el pasado de Del Diego, sus primeros pasos, las largas conversaciones hasta las tantas de la madrugada con gente que jamás he conocido, sentado en sus sillas de respaldo semicircular entre el humo de los cigarros y el ruido de los vasos y los hielos. Que echaba de menos las anécdotas de sus camareros, y las miradas cómplices de la clientela habitual cuando cuentan cómo una vez Sharon Stone casi pierde un avión por su culpa. Noté que extrañaba el Chicote de Camilo José Cela y Audrey Hepburn. Que extrañaba su relato. Que extrañaba escribir las historias que nunca escuché allí. Y entendí que aquella noche, la primera de muchas, recordaría una vez más todas esas otras noches que no existieron y que en aquel momento comencé a echar de menos.

Por fin, y con un trato exquisito, un camarero nos acompañó hasta una mesa. Nos trajo una carta de cócteles y se retiró durante unos minutos para que pudiésemos elegir. Una vez hubo regresado, uno de mis amigos pidió un Long Island Ice Tea. Otro, un Planter's Punch. Y el tercero se decantó por el Soltero Tranquilo, una de las combinaciones más típicas de la casa. Cuando llegó mi turno di un último repaso a la carta, la cerré, levanté la vista, y con el corazón henchido de nostalgia, dije: "Y para mí, licor café".

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