LAS mujeres proscritas en el trabajo o cercadas por la sociedad machista en todas sus variantes tienen su peor enemigo en astutas especuladoras que arengando igualdad persiguen y consiguen exactamente el efecto contrario. Sus teorías, forradas con máscara progresista, al amparo casi siempre del presupuesto público, son sectarias, reaccionarias y exaltadas. Activistas y embaucadoras de confuso pelaje moral, que viven como rajás gracias a vender humo y fullería. Y lo que es peor, su trasnochada estrategia arribista recibe la bendición del recién creado Ministerio de Igualdad, inspirado en la desigualdad como solución para acabar con la lacra que atormenta a maltratadas y excluidas por la vida. Irene Montero, la misma a la que una escolta denunció por reconvertirla en recadera, opta por rodearse de una cuadrilla de adjuntas/asesoras, exclusivamente mujeres, adornadas algunas de ellas por un grotesco y extravagante currículo, de nula utilidad en lo que debía esperarse de un departamento ministerial, más llamado a la concordia que a avinagrar conductas que rezuman discordia, cizaña y escisión. La estrategia se adivina, pero además se discierne el repudio hacia el sexo opuesto, sin matices, como la lacra que les impide ser libres. Es la igualdad que predican.
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