Opinión

Apelativos

EN ALGÚN momento de nuestra vida todos hemos pasado por la experiencia de que alguien que no tiene idea de quiénes somos nos llame jefe. Claro que, si nos conociese, nos llamaría por nuestro nombre, pero eso no explica lo insólito del apelativo. Imagínense que el aludido sea alguien a quien su jefe acaba de dejar en el paro. Esa campechanía hispana, esa briosa manera de echar por fuera...

Pero existe otra versión de este exceso de confianza, aún más desenfadada y que, por tanto, suele molestar más. Es cuando te dicen  campeón. Un tipo al que no conoces de nada y que no te conoce de nada y te llama campeón. No hay cosa más desagradable. Salvo que te diga subcampeón.

Tenemos que reconocer que esto es un asunto del varón español. El varón español es un especimen que a una mujer, por desafortunado que sea su fenotipo, tilda de “guapísima” sin miramientos. O sea, sin mirarla siquiera. Aunque suele ser el mismo fulano que luego te dice jefe o campeón. Pero lo de llamarse guapa o guapísima también lo hacen las chicas entre sí. Las mujeres españolas se mienten como bellacas. Se elogian sus defectos con un desparpajo directamente proporcional a la falta de confianza con la interlocutora. Pongan el oído en las tiendas de ropa...

Después tenemos un grupo de tres apelativos que se emplean en diversos contextos y que implican una gradual desafección hacia aquellos a quienes van dirigidos. Son: figura, pringao y gilipollas. El primero es ambiguo: tanto puede tener una connotación positiva como negativa, dependiendo del momento y del tono empleado. El segundo implica un ataque en toda regla, pero  sin mucha pasión, sin crueldad; con el tercero ya se va a hacer sangre. Uno puede ser un pringao por motivos circunstaciales, pero el estatus de gilipollas alude a una insolayable determinación genética.

EEl varón español es un especimen que a una mujer, por desafortunado que sea su fenotipo, tilda de "guapísima” sin miramientos. O sea, sin mirarla siquiera

Tenemos también un nombre cuyo potencial ofensivo se ha visto reducido por la gran cantidad de personajes de la cosa pública a quienes se ha dirigido ultimamente. Nos referimos a cabrón. 

A esta última denominación la desinencia aumentativa -azo la convierte en casi cariñosa, y de hecho en numerosa ocasiones el término es empleado de forma amable, acompañándolo con una palmada en la espalda.

Es muy corriente entre varones sustituir las palabras de afecto por insultos de grueso calibre, que son interpretados como verdaderas muestras de consideración, dentro de un código que explora los límites de la antífrasis, que es como se llama eso. En el sur llamarle a uno hijo de las cuatro letras es como decirle colega. Las cuatro letras, ¡qué magnífica expresión! Recuerdo que a los siete u ocho años, en clase, un compañero de fechorías quiso confesarme un secreto. Susurrando, me dijo que no podía decírselo a nadie. No, le dije. Pero no se atrevía. Al final dice: empieza por “P”. ¿Puta? le digo. Pero no: mientras mi cerebro derrapaba en curvas cerradísimas intentando ligar aquella palabra tabú con las trazas de mi colega, este me informó que el secreto era pasantía. Acudía a una desde hacía un par de días. Es una anécdota un poco cutre, como la España de aquel momento. Porque la de hoy va como un tiro, según anda por ahí diciendo un señor de barbas.

Es tremendo el poder de las palabras, su capacidad para hacer brotar cosas de dentro de uno, su increíble potencial sensitivo. Ahora quieren prohibir el piropeo. No sé si sólo el de hombre a mujer o el de la mujer al hombre. Este lo conozco de alguna leyenda. Supongo que es como todo: depende de quién lo diga, cuándo lo diga, cómo lo diga. Sostuvo un gallego. Con Dios.

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