Opinión

Aquellos juegos infantiles en Pontevedra

DE CRÍOS JUGÁBAMOS a “Baranda” (“el último que suba panda”) en el muro del antiguo edificio de Hacienda, colindante con San Francisco. Generaciones de niños pontevedreses jugaron a “Baranda” allí, aprovechando el saliente del muro. Y no es lo mismo haberlo hecho que no. Te cruzas por la calle con gente que nunca ha jugado a “Baranda”, lo llevan escrito en la cara. Algunos ni siquiera han jugado a nada en la calle.

También se jugaba allí a “Huevo, pico, araña”. Es un juego olvidado. Los niños ahora ya no juegan a “Polis y cacos” o al “Quedas”, mucho menos a “Huevo, pico, araña”. Metías la cabeza en el regazo de la “madre” y el resto de tu equipo se iban colocando con las cabezas entre las piernas del jugador precedente. O sea, que un equipo entero tenía la cabeza metida bajo la entrepierna de un compañero.El otro equipo se dedicaba a ir saltando al grupo que permanecía agachado de esa guisa hasta que el primero de estos lograba adivinar una seña (huevo, pico o araña) que hacía el primer jugador en saltar, una vez que todo el equipo estaba montado sobre las espaldas del equipo que pringaba. Por supuesto, cualquier caída de cualquier miembro de uno de los dos grupos representaba la derrota instantánea de su equipo. He olvidado decir que era un juego con cierto componente de brutalidad, pero creo que ya se han dado cuenta.

Observar a los niños de ahora da un poco de pena. Juegan con consolas, con tablets, con los móviles de sus padres, pero no tienen ni idea de “Huevo, pico, araña”. Es como si les robasen la infancia. Si no sientes el peso del zampabollos del barrio sobre tu espalda durante un tiempo que parece interminable un par de veces por semana, no hay infancia ni farrapo de gaita. De críos llegábamos a casa con la ropa hecha añicos, los zapatos rotos, la nariz fracturada, los codos sangrando y no pasaba absolutamente nada. Al día siguiente era otro día y todo volvía a empezar.

Desconocíamos el significado de la palabra trauma, aunque éramos expertos en traumatismos. Gran cantidad de ellos los recolectábamos en las Palmeras, subiendo y bajando por unas estructuras metálicas diseñadas para que te abrieras la cabeza un par de veces por temporada. Y era el ayuntamiento quien las colocaba allí ex-profeso. Era su prinicipal aportación a la formación de la infancia pontevedresa.

Estaba la bola del mundo, el tobogán, el balancín, etc. Todos despintados y con evidentes rastros de óxido. Cuando nos cansábamos de aquellos ejercicios gimnásticos, nos lanzábamos piedras sin saña alguna, con una diplicencia pareja a una extraordinaria puntería. Las heridas inflingidas o sufridas eran una parte natural del juego, que no se entendía sin ellas. Un observador neutral, fuera de contexto, podría llegar a pensar que éramos brutos como arados, pero es que el contexto es muy importante.

Nuestro contexto era el que era: los estertores de una dictadura y el nacimiento de lo que quiera que sea esto que hay ahora. Los traumas que teníamos no los producían los golpes que nos prodigábamos entre nosotros con amplia generosidad y no menos alegría, sino los procedentes de personas que supuestamente debían educarnos. La letra tardó unos años en aprender a entrar sin sangre. Y nuestros juegos eran fruto de todo eso: las tortas televisadas de Urtain, las corridas de toros, las cargas de los grises...

Otro pasatiempo popular era juntarnos en el vestíbulo del teatro principal. Allí jugábamos a las cuatro esquinas y, con mayor frecuencia de la aconsejable, contemplábamos la pelea entre dos a los que le hacíamos rueda. Aquel ring lo visitábm todos, pues las discusiones se dirimían a bofetada limpia; sin rencores ni venganzas, eso sí. Los golpes desinflaban los argumentos e igualaban los razonamientos. En ocasiones nadie conseguía recordar qué asunto había sido el detonante de la pelea.

Así era nuestra infancia en Pontevedra. Construíamos nuestra felicidad a golpes, pero era una actividad, la de golpearnos, noble e inocente. No existía inquina ni ensañamiento. Al día siguiente nos abrazámos para celebrar un gol. Ojalá fuese así todo en la vida, esa pasión sin rencores.

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