Opinión

Corre, que chove!

SALES DE casa y te mojas. Una y otra vez. La posibilidad de que llueva cuando olvidas coger el paraguas es tan alta como la de que no lo haga cuando lo llevas contigo. Cualquier día lo explican en Cuarto Milenio. Por no hablar del misterio de los paraguas: su capacidad para volatilizarse o transformarse en otro paraguas mucho más viejo y feo que el que tenías cuando se lo confiaste al paragüero. Relacionado con esto está la existencia en nuestro país, comprobable científicamente, de paragüeros con monedas situados en dependencias públicas. No es que la moneda haga de talismán para impedir cualquier mal al paraguas, de eso se encarga la argolla metálica que lo ciñe e impide su desaparición. He visto a una extranjera sacándoles fotos, embelesada. Luego están los condones de paraguas, esas grimosas fundas de plástico que te ofrecen en algunos lugares para que no salpiquen. Y los dejas ahí, empapándose en su propio destino, rezumando y ahogándose. Es cruel. He visto paraguas marchitándose, enfundados en el opropio del plástico y sin obtener atisbo alguno de consideración por parte de sus dueños. Su forma de quejarse, después, consistía en resistirse a desplegarse a la primera cuando sus servicios eran requeridos. Recuerdo también, hace miles de años, cuando Pontevedra aún estaba tomada por los cochos y los seres humanos está- bamos confinados en aceras minúsculas, como la aparición de la lluvia y por tanto de los paraguas arrojaba a algunos de nosotros hacia las calles al menguar el espacio del que disponíamos. Y como los coches propulsaban el agua de los charcos hacia tu impermeable volviéndolo permeable como por arte de magia. Y a los pocos guiris que asomaban la nariz vestidos con plásticos de colorines y sonriendo como si una cosa llevase a la otra (los colorines a la exhibición de dientes).

Lo peor de la lluvia es cuando escampa. Se trata de una trampa, de que nos confiemos para cogernos desprevenidos. Un día de mucha agua de pronto se hace el silencio, estiras la mano fuera del paraguas y la recoges seca. Cierras el paraguas, puede que hasta te asome una sonrisa a la boca. Error. Cuando más felices te las prometes, un tremendo aguacero te cala hasta los huesos sin que te dé tiempo a abrir el maldito paraguas; metes los pies en un charco, te salpica una furgoneta que pasa y te tropiezas con un tipo más grande que tú. Las desgracias nunca vienen solas y a veces vienen pasadas por agua. Y, por seguir con el paraguas y sus cosas, alguien debería dedicar una tesis doctoral al mecanismo mental que impide a la psique adolescente hacer uso de este imprescindible elemento en la estación invernal. ¿Qué nos pasa cuando somos jóvenes y bellos que no soportamos la presencia de los paraguas? Acudir el encuentro de otros jóvenes y bellos portando uno se nos antoja tan imposible como ir a misa portando una empanada de xoubas. Tal vez es un desprecio a la climatología adversa, producto de nuestra autopercepción como seres inmortales. Si cuando eres un chaval ves el fin de tus días como una especie de leyenda que cuentan por ahí, ¿cómo te vas a preocuparte por un resfriado?

Y ahora las ciclogénesis. O temporales, que suena mejor porque en el nombre llevan el alivio: son pasajeros. Es lluvia, pero envuelta en rabia. Lluvia con temperamento, lluvia de rompe y rasga. Los que nos hemos doctorado en octubre de 1984 con el Hortensia, ya observamos el Klaus del 2009 como quien contempla un microbio y estos días del Kurt y el Liev simplemente recogemos los nudillos y nos soplamos las uñas.

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