Opinión

Experiencias virales

DESDE QUE nuestra vida se gestiona digitalmente, nuestros gestos no valen nada. Ceder el asiento en el autobús a alguien que lo precisa más que nosotros, dejar una buena propina a unos camareros explotados, depositar el plástico y el papel en los contenedores correspondientes... son acciones sin peso específico porque no van a ser filmadas y subidas a las redes sociales en busca de una viralización que jamás se produciría, puesto que no hay nada de estúpido o escabroso en ellas.

Cada día somos invadidos por imágenes, sean fotografías o videos, tomadas en lugares remotos donde se muestra a gente totalmente desconocida haciendo cosas peregrinas. Se supone que esos asuntos nos interesan, de algún modo mágico que se nos escapa, y por eso nos son suministradas mediante la variedad de aparejos tecnológicos sin los cuales se nos ha enseñado que no podemos vivir. O, mejor dicho, que no deberíamos intentar vivir, pues inmediatamente seríamos calificados de frikis. Nosotros, que terminamos viendo como un adolescente de un lugar impronunciable de Estados Unidos se pega un guarrazo contra el suelo mientras intenta patinar fumándose un sospechoso cigarrillo. O algo similar. Nosotros somos los frikis si prescindimos de ese tipo de cosas.

Por no hablar del colmo de la estupidez: los retos convertidos en experiencia vital y viral. Aquello de tirarse un cubo de agua fría por encima o meterse en una fuente, ya no recuerdo como era (se derriten las neuronas con tanta incursión en el mundo de lo imbécil). Este asunto era algo digno de estudio. Chavales con carreras universitarias, que visitan al peluquero regularmente, practican más de un deporte, dan de comer a sus mascotas y ligan al menos lo justo para llegar a fin de mes, terminan enganchados a una cadena de acciones absurdas que alguien ha iniciado porque no sabía en qué emplear el tiempo. Sin otro estí- mulo que formar parte de un grupo de timoratos en serie que se graban pintando la mona y postean las pruebas de su carencia de criterio.

Antes los jóvenes, esa categoría que ha sufrido una drástica ampliación de sus límites temporales, buscaban experiencias vitales. Aventuras que poder contar en el grupo de amigos y con las que presumir ante las novias y muchos años después ante los nietos. Ahora las experiencias que les interesan son la virales. Convertirse en surfistas digitales navegando en pantallas por todo el mundo aunque la hazaña en cuestión sea algo infinita y definitivamente absurdo. La notoriedad que hoy día demandan las mentalidades modeladas digitalmente es postiza, efímera, inconsistente y fraudulenta. Es una mierda de notoriedad, pero, como suele decirse, en una expresión convertida en resumen del signo de los tiempos: es lo que hay.

Hemos cambiado de paradigma con internet. Llevábamos desde el siglo VVII anclados en el "pienso, luego existo" de Descartes y hemos mudado al "me conecto, luego soy alguien". Dedicamos una inmensa cantidad de tiempo y esfuerzo, teclita a teclita, a construir nuestra identidad digital. Subimos nuestras mejores fotos, exhibimos nuestros momentos de euforia, nuestros logros de todo a cien; nos adherimos a las causas más justas y mostramos solidaridad con los desfavorecidos y oprimidos a miles de kilómetros de distancia de sus padecimientos. Somos patéticos a tiempo completo o por lo menos mientras dura la batería del móvil, que recargamos a diario no se nos vaya a fundir en negro la vida en mitad de la jornada. Compramos y vendemos a través de la red porque de eso va la red: lo demás son efectos colaterales. Somos lo que somos de modo virtual y si conseguimos que se difunda masivamente uno de nuestros estornudos, hemos triunfado. Es una mierda de triunfo, pero es el triunfo que hay.

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