Opinión

La junta de la trócola

SI USTED no sabe quienes fueron Gomaespuma, o sea, Javier Fesser y Juan Luis Cano, es casi imposible que sepa qué es la junta de la trócola.

Pongamos que un buen día, o al menos un día regular, o incluso un mal día, venga, usted se compra un coche. Usted se compra un coche y, como suele pasar tarde o temprano, un día más bien malo o al menos regular, su coche se avería. Se sabe que un automóvil está averiado porque suele hacer un ruido que antes no hacía. Puede que usted no tenga ni repajolera idea de mecánica del automóvil, pero usted no está sordo. Y ese ruido el coche antes no lo hacía. Con semejante argumento usted se planta en un taller de reparaciones y que sea lo que Dios quiera. Y suele ser un buen fajo de billetes. La factura del taller es directamente proporcional al canguelo que le entra a usted cuando oye claramente un ruido que su coche antes no hacía. Las averías de los coches se ceban con los pusilánimes, eso es de primero de mecánica. Por el contrario, si usted es de los que perciben un sonido inapropiado en su vehículo y de inmediato detecta la causa debido a su competencia en la materia, el coste de la reparación suele arrojar una cifra irrisoria. Eso cuando no es usted mismo quien se encarga de reparar la maquinaria. La vida es así, no la he inventado yo, como cantaba el gran Sandro Giacobbe. Los pringados, por definición, son aquellos seres a los que le ocurren cosas de pringados, esto es, que son engañados con mucha facilidad ¡por la vida! No debería expedirse el carnet de conducir a un pringado, aunque también es cierto que por ese medio uno acaba descubriendo que pertenece a tal categoría.

Todavía recuerdo la primera vez que cambié la rueda de un coche. Era un coche prestado y yo un conductor novato. Me puse a ello con el entusiasmo y el optimismo de los gilipollas. Lo único que sabía sobre el asunto tenía la forma de un vago recuerdo de haber visto cómo alguien lo hacía en una ocasión. Fue la primera vez en mi vida que me peleé con un gato y, sí, acabé lleno de arañazos en las manos. Tarde una eternidad en sacar los tornillos de la rueda y eternidad y media en volverlos a colocar en su sitio. Aún así, juraría que la rueda me quedó torcida. Cuando subí al coche tenía más ganas de rezar que de conducir. Acabé haciendo las dos cosas y comencé a acostumbrarme a la idea de que llevaba un pringado dentro de mi.

Los talleres de reparación de coches tienen para cada usuario una connotación diferente dependiendo de la afinidad de cada uno con ese mundo. Un taller no es lo mismo para un manitas que para alguien cuya torpeza manual le lleva a despreocuparse de la mecánica del auto y simplemente la confía a profesionales. Para un servidor, un taller es un lugar misterioso en el que entregas una cantidad de dinero a cambio de un puñado de palabras de contenido esotérico: cigüeñal, alternador, palier, servofreno, junta de la trócola... regresas con el auto a tu casa y con esas palabras revoloteando por tu cabeza, con toda su magia, como si formasen parte de un conjuro que te sale por un ojo de la cara pero que consigue poner de nuevo tu coche en la carretera. ¿Cuál es la primera consecuencia que acarrea la ignorancia en estas cuestiones? Pues la necesidad de hallar un lugar de confianza para las reparaciones. Si no te enteras de nada, lo mismo te van deshaciendo el coche pieza a pieza y montándose uno nuevo poco a poco mientras que el tuyo va siendo colonizado por piezas de ínfima calidad recogidas en los desguaces. No digo que esto se haga y tampoco quiero dar ideas. Sólo que en casos como el mío, sería algo perfectamente posible.

Y terminemos con un dato científico: la junta de la trócola existe, más allá de las bromas de Gomaespuma que en su día hicieron pensar que se trataba de una invención. Es un término en desuso pero una trócola es una polea y, en el mundo del automóvil, la junta de la trócola es la junta o fuelle del palier.

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