Opinión

Low cost

He viajado hace poco en una de esos aviones low cost de una compañía más low cost aún que el avión. Una de esas que con el billete te deja llevar una mochila y no demasiado grande. Conseguí embutir todos mis enseres en una mochilita enana y lo apretujé todo tanto que me daban ganas de donarla a un museo en lugar de llevarla de viaje. Más me hubiera valido: cuando, ya en el avión, intenté extraer mi e-book de un microbolsillo de la micromochila, tuve que dejarlo porque tras tirones y tirones, los ojos de mi compañera de asiento se le estaban saliendo de las órbitas. Me senté y cerré los ojos, deseando el adormecimiento instantáneo con todas mis fuerzas y hasta el final del viaje, please. No pudo ser porque un azafato se detuvo en el pasillo, prácticamente delante de mis narices y se puso a hacer esa pantomima que hacen los azafatos para acompañar a las locuciones grabadas de las charlas de seguridad. Sí, esas que todo el mundo hace como que no escucha porque no quieren dar la impresión de ser viajeros novatos. Sí, esas que quienes las preparan se creen que te vas a acordar en caso de emergencia por dónde quedaban las puertas de seguridad o cómo carallo se coloca la mascarilla de los cojones. Perdón por el lenguaje, pero es el que se suele usar en las situaciones de emergencia. Volví a cerrar los ojos cuando el azafato se piró pero inmediatamente pasaron otros dos paseando un carrito con productos para la venta. Lo intenté una tercera vez una vez se fueron, que soy persona perseverante (y terca, sobre todo) pero apareció otro carrito con bebibles y masticables, y ahí sí que dije, a la mierda, esto parece una plaza de toros. Es un símil poco afortunado, pero a esas alturas ya andaba un poco desquiciado y no se me ocurría otro. Durante unos segundos consideré la posibilidad de coger mi mochila minúscula y volver a intentar sacar de ella el e-book, pero una mirada de reojo a mi compañera de asiento me convenció de que no era una buena idea. Decidí entonces concentrarme en la nuca de la persona que ocupaba el asiento de adelante, nunca se sabe lo que puede decirte una nuca si la observas con atención. Tras varios minutos de inútiles esfuerzos, comprendí que aquella nuca y yo no estábamos conectando. Entonces se activaron un par de neuronas low cost que debo tener por ahí arriba y recordé que podía echar mano del teléfono móvil, aunque lo tuviese en modo avión, que es lo que habían recomendado por megafonía al iniciarse el vuelo. Efectivamente, no disponía de conexión a internet, pero me puse a repasar las Notas que tenía guardadas. Aquel improvisado repaso a mis anotaciones de los últimos meses me llevó velozmente a un incipiente depresión exógena que combatí apagando el móvil y devolviéndolo al bolsillo del pantalón. Entonces por el altavoz anunciaron que en diez minutos tomaríamos tierra y fui feliz pensando que en nada podría salir de allí con mi microscópica mochila e iniciar una nueva vida en mi lugar de destino.

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