Opinión

Ora en esta hora

UN SOLO VERSO del poeta para darle título a este homenaje, cautivo de su luz.

No se puede escribir sobre Oroza de cualquier manera ni tomarlo coma excusa para salir al paso de las veleidades poéticas de uno. Por eso he tenido guardado y a medio acabar un artículo sobre el lucense. Pero ahora el maestro se ha ido (“pocos tienen tanto derecho a ser llamados maestros”, dijo de él Pere Gimferrer) y uno se arrepiente de no haber roto una lanza antes por él. Bella expresión que se remonta a la época de las justas medievales y que alude al momento en que, por edad, enfermedad, etc, se facultaba a un tercero para sustituir a uno de los combatientes. No busquen aquí demasiados datos biográficos, estos días deberían estar los medios de comunicación llenos de ellos, deberían caerse al suelo al sacudir el periódico, deberían escucharse en cada telediario, en cada noticiero.

Carlos Oroza se ha ido y salimos sus huérfanos en tropel, a tapar las calles, a romper nuestras lanzas. El poeta pensativo, el poeta constante, el poeta inmarcesible, también se ha ido. Detrás de otros tantos que nos dejan su fortuna en sílabas incandescentes: una herencia sonora con la que llenar los días y convocar el vuelo de los pájaros. Los versos de Oroza alumbran el aire como una bandada de estorninos, componiendo una figura que ahuyente la sinrazón de lo puramente material.

La primera vez que vi a Oroza fue en los pasillos del instituto Sánchez Cantón. Preparaba un recital próximo para unos cuantos botarates entre los que tuve el honor de contarme. Nunca me olvidaré de su aspecto ni de que llevaba una barra de pan bajo el brazo.

Oroza no veía la televisión, no tenía teléfono, ni ordenador, ni internet. No le hacían falta en absoluto. Él era un dolor alucinado, un heraldo de la belleza que decidió encarnar la poesía y entregarse a ella en cuerpo y alma, no como un oficio, sino como la expresión más honda de su ser.

Rescataba poemas del vacío, antes de que se precipasen en la no existencia, o en la existencia de una dimensión inaccesible. Los escribía y reescribía. Los interpretaba, y si para ello tenía que recitarlos, los recitaba. Lo hacía con una voz grave y convocadora, una especie de martillo del olvido, apoyándose en la música y a veces en imágenes. Reunió sus versos en unos pocos libros, que eran como sepulturas para alguien que amaba la palabra en el aire, el vuelo de la poesía. “Cementerio de signos” les llamaba.

Contaba que recibió la inspiración, con 12 años, con “Cyrano de Bergerac”. Con esta obra descubrió la fuerza de la palabra y se asió a esa revelación para toda su vida.

Vivió de su arte hasta el final (“yo para vivir solo necesito vivir”) paseando su leve figura y la dignidad de su elección por el café Gijón de Madrid, Ibiza, Nueva York y Vigo.

Un hombre aferrado a una barra de pan / que cuenta los días con versos de carbón.// Versos que arden de soledad señera, versos larguísimos / como el llanto de un viudo prematuro / en la tierra donde todo lo ocupa una sola muerte.// Por la calle abajo / o arriba, / va un hombre delgado con su sabiduría a cuestas, / como una penitencia moral, / como un lucero hambriento de vocales y de esdrújulas.// Un hombre piramidal y necesario / sujetando una barra de pan.

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